Unos días después del acuerdo entre Rusia y Turquía que permitió acabar con la interminable batalla de Alepo, leí en un célebre semanario francés el comentario siguiente: “La permanente crisis de Oriente Medio está lejos de resolverse. Unos piensan que la solución pasa obligatoriamente por Rusia, mientras otros creen que todo depende de Turquía. Aunque lo que queda claro ahora es que, de nuevo y definitivamente —por lo menos cabe desearlo—, Rusia tiene en sus manos los argumentos decisivos para poner punto final a esa crisis”.
¿Qué tiene de particular este comentario? Pues que se publicó en la revista parisina L’Illustration... el 10 de septiembre de 1853. O sea, hace 163 años, la crisis de Oriente Medio ya era calificada de ‘permanente’. Y es probable que lo siga siendo... Aunque un parámetro importante cambia a partir del 20 de enero: llega un nuevo presidente de Estados Unidos a la Casa Blanca, Donald Trump. ¿Puede esto modificar las cosas en esta turbulenta región? Sin ninguna duda porque, desde final de los años 1950, Estados Unidos es la potencia exterior que mayor influencia ejerce en esta área y porque, desde entonces, todos los presidentes estadounidenses, sin excepción, han intervenido en ella.
Recordemos que el caos actual en esta zona, es, en gran parte, la consecuencia de las intervenciones militares norteamericanas decididas, a partir de 1990, por los presidentes George H. Bush, Bill Clinton y George W. Bush y por el (más reciente) azorado apoyo a las ‘primaveras árabes’ estimuladas por Barack Obama (y su secretaria de estado Hillary Clinton).
Aunque globalmente la línea que defendió el candidato republicano durante su campaña electoral fue calificada de “aislacionista”, Donald Trump ha declarado en repetidas ocasiones que la organización Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés) es el “enemigo principal” de su país y que, por consiguiente, su primera preocupación será destruirlo militarmente. Para alcanzar ese objetivo, Trump está dispuesto a establecer una alianza táctica con Rusia, potencia militarmente presente en la región desde 2015 como aliada principal del gobierno de Bashar al-Ásad.
Esta decisión de Donald Trump, si se confirma, representaría un cambio de alianzas espectacular que desconcierta a los propios aliados tradicionales de Washington. En particular a Francia, por ejemplo, cuyo gobierno socialista —por extrañas razones de amistad y negocios con Estados teocráticos ultrarreaccionarios como Arabia Saudita y Qatar— ha hecho del derrocamiento de Bashar al-Ásad y, por consiguiente de la hostilidad hacia el presidente ruso, Vladimir Putin, el alfa y el omega de su política exterior.
Donald Trump tiene razón: las 2 grandes batallas para derrotar definitivamente a los yihadistas de ISIS —la de Mosul en Irak, y la de Al Raqa en Siria— aún están por ganarse. Y van a ser feroces. Una alianza militar con Rusia es, sin duda, una buena opción. Pero Moscú tiene aliados importantes en esa guerra. El principal de ellos es Irán que participa directamente en el conflicto sirio con hombres y armamento. E indirectamente pertrechando a las milicias de voluntarios libaneses chiitas del Hezbollah.
El problema para Trump es que también repitió, durante su campaña electoral, que el pacto con Irán y 6 potencias mundiales sobre el programa nuclear iraní, que entró en vigor el 15 de julio de 2015, y al que se habían opuesto duramente los republicanos en el Congreso, era “un desastre”, “el peor acuerdo que se ha negociado”. Y anunció que otra de sus prioridades al llegar a la Casa Banca sería desmantelar ese pacto que garantiza la puesta bajo control del programa nuclear iraní durante más de 10 años, a la vez que levanta la mayoría de las sanciones económicas impuestas por la ONU contra Teherán.
Romper ese pacto con Irán no será sencillo, pues se firmó con el resto de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU (China, Francia, Reino Unido, Rusia y Alemania), a los que Washington tendría que enfrentarse. Pero es que, además, como se ha dicho, el aporte de Irán en la batalla contra el ISIS, tanto en Irak como en Siria, resulta fundamental. No es el momento de enemistarse de nuevo con Teherán. Moscú, que ve con buenos ojos el acercamiento de Washington, no aceptará que esto se haga a costa de su alianza estratégica con Teherán.
Uno de los primeros dilemas del presidente Donald Trump consistirá, pues, en resolver esa contradicción. No le resultará fácil, entre otras cosas, porque su propio equipo de halcones, que acaba de nombrar, parece poco flexible en lo que concierne a las relaciones con Irán.
En materia de geopolítica, como se ve, Donald Trump va a tener que salir pronto de esa contradicción. En el teatro de operaciones de Oriente Próximo, Washington no puede estar —a la vez— a favor de Moscú y contra Teherán. Habrá que clarificar las cosas. Con la esperanza de que se consiga un acuerdo.
De lo contrario hay que temer la entrada en escena del nuevo amo del Pentágono, James Mattis ‘Perro loco’, de quien no debemos olvidar su amenaza más famosa, pronunciada ante una asamblea de notables bagdadíes durante la invasión de Irak: “Vengo en paz. No traje artillería. Pero con lágrimas en los ojos, les digo esto: si me fastidian, ¡os mataré a todos!”. (O)