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El Telégrafo

Emergencia judicial

15 de septiembre de 2011

La ciudadanía ha aplaudido la declaratoria de emergencia judicial, que busca poner fin a siglos de abandono y estulticia. Los únicos que se oponen a ella son, naturalmente, los líderes de una oposición desgastada y sin horizonte. Pero el pueblo la apoya y también lo hacen los propios funcionarios judiciales, que ven, finalmente, una luz al fondo del túnel en que laboraban.

Viendo las imágenes de esos archivos inmanejables, que son el símbolo del viejo país, uno se pregunta cómo fue que llegamos a esta situación desesperada, con millones de juicios represados y causas abandonadas. Opino que en esto han confluido muchos vicios sociales, pero sobre todo la falta de una real administración judicial, el imperio de la corrupción y la politiquería, y la presencia de una subcultura leguleya, centrada no en la resolución de las causas, sino en su interminable postergación.

Los unos vicios son muy conocidos: jueces y magistrados puestos por los partidos políticos y obedientes a estos; sentencias dictadas bajo el estímulo del dinero o la influencia social; empleados mal pagados y propensos a la corrupción; notarías y registradurías delegadas a la iniciativa privada y otorgadas como favores políticos, etc.

Pero el otro vicio merece nuestra mayor atención, porque hunde sus raíces en la vieja herencia jurídica española, construida alrededor de la argumentación escrita y de interminables probanzas y certificaciones, que forman una montaña de papeles. Y a eso se agrega lo que llamo “nuestra subcultura leguleya”, por la cual muchos abogados buscan dilatar las causas hasta el infinito, tanto por interés personal como por táctica procesal.

Recuerdo las lecciones de mis maestros de Código de Procedimiento Civil y Penal, que nos enseñaban a diferenciar las acciones probatorias (encaminadas a demostrar las razones, motivos y derechos de nuestro defendido) de las acciones dilatorias, cuyo único fin era retardar, enervar y dificultar la causa hasta el infinito, para lograr que la otra parte se cansara y terminara por abandonar la acusación o reclamo. Naturalmente, esa táctica dilatoria terminaba también por cansar y confundir al juez y al funcionario judicial, que de tiempo en tiempo tenían que desempolvar un trámite de cientos de páginas para despachar alguna nueva diligencia.

En busca de abreviar esos trámites ordinarios, hace décadas se inventó el “trámite verbal sumario” y luego el trámite oral, pero ni uno ni otro han podido combatir esa mentalidad leguleya de la probanza colonial y la táctica dilatoria, que nos han hundido en un mar insondable de papeles abandonados.

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