Hace pocos días circuló un e-mail divulgando la renuncia de un periodista y académico uruguayo a su condición de docente de comunicación social de la universidad ORT de Montevideo.
La renuncia estaba acompañada de una carta en la que desnudaba la realidad de las aulas universitarias colapsadas por la dependencia de los jóvenes con respecto de la tecnología. Su relato es conmovedor porque describe de algún modo el nacimiento de una sociedad instrumental que está perdiendo rápidamente la capacidad de relacionarse con el mundo concreto, entenderlo y reflexionarlo en su complejidad, lo cual derivaría en una progresiva pérdida de la condición humana.
El profesor Leonardo Haberkorn era maestro de comunicación, una de las disciplinas más nuevas e importantes de las ciencias sociales, que como sabemos se encargan de estudiar las relaciones, comportamientos, historia, subjetividades y creaciones de las sociedades humanas.
La carta que dejó el profesor Haberkorn decía: “Después de muchos, muchos años, hoy di clase en la universidad por última vez. Me cansé de pelear contra los celulares, contra el WhatsApp y el Facebook. Me ganaron. Me cansé de estar hablando de asuntos que a mí me apasionaban ante muchachos que no despegan la vista de un teléfono y no cesan de recibir selfies”.
El profesor Haberkorn agregaba en su relato: “Puede ser que algo estuviera haciendo mal, pero es cierto, que cada vez es más difícil explicar cómo funciona el periodismo a jóvenes que no ven el sentido de estar informados. Cuando preguntaba si conocían quién era Luis Almagro, casi ninguno sabía. Qué pasaba en Siria, qué pasaba entre las Coreas, o quién era Vargas Llosa, las respuestas eran silencio, silencio, silencio. Enseñar periodismo a gente tan desinformada es muy complicado. Alguna vez los envié a buscar una noticia, y una chica trajo la novedad de que aún se vendían diarios y revistas en las calles. Los muchachos siguen teniendo la inteligencia, la simpatía y la calidad, pero los estafaron y tempranamente les mataron la curiosidad y les sembraron el desinterés”.
La carta terminaba diciendo: “No quiero ser parte de ese círculo perverso. Nunca fui así, y no lo seré. Lo que hago, siempre me gustó hacerlo bien. Lo mejor posible. Y no soporto el desinterés ante cada pregunta que hago y se contesta con el silencio. Silencio. Silencio. Silencio. Ellos querían que terminara la clase, y yo también”. (O)