Cuando en una circunstancia especial alcancé a leer el título localizado en el lado opuesto de la mesa, exclamé en mi fuero interior: ¡Solo a los cuencanos se les puede haber ocurrido editar un libro de tal naturaleza! Fue tanta la presión visual que ejercí sobre el texto de pasta dura, que al final lo tuve en mis manos como un regalo casi místico, por supuesto sin zhumir. “¡Achachay!”.
Sociología de la ética cuencana, auspiciado por el Municipio de Cuenca en 2014, siendo alcalde el joven Paúl Granda, reúne seis ensayos bajo la dirección de Juan Morales Ordóñez, quien dirige hoy la Cátedra Unesco Ética y Sociedad. El libro busca construir un lugar común en la filosofía de la ética, atando una suerte de historia institucional, religiosa y social, para identificar las peculiaridades de una sociedad que se asume como distinta a partir de valores y prácticas. Al tejer deliberadamente una holística entre lo teológico, lo estético, institucional e histórico, se concluye que el aislamiento regional, la extracción del excedente por parte del Estado centralista, la ausencia preponderante de la propiedad terrateniente y el desarrollo de una economía artesanal, generaron una cohesión social basada en valores, más allá de las profundas desigualdades, formas de explotación y estructura patriarcal.
Uno de los elementos que se destaca es la elaboración de ‘significados sociales, éticos y estéticos’, es decir, una idea de la belleza como equivalente de lo bueno, que debía materializarse en el símbolo de la ciudad hermosa, ordenada, armónica, especie de santuario, lugar del ritual permanente del cuencano, lo que determinaría -además- que las instituciones locales debían ser operadas como iglesias del bien. En ese esquema, la Universidad de Cuenca y un sistema de ‘justicia confiable’ habrían cumplido roles especiales en el diseño, afirmación y divulgación de los comportamientos que requería Cuenca para lograr una ‘democracia urbana’ y de justicia, piedra angular del desarrollo endógeno y la resistencia contra el centralismo.
La utopía de la ciudad estética y santuario, lugar institucionalizado del bien común y la belleza buena, habría desarrollado a lo largo del tiempo, prácticas de honradez casi religiosa y la administración diáfana de los recursos económicos por parte de las autoridades cuencanas, para garantizar la pervivencia endógena frente al aislamiento y las continuas crisis, que podrían desencadenar -incluso- rebeliones como la de la Sal (1925). Esta idea generalizada que repele la corrupción, se revelaría, incluso hasta en los decires populares, uno de los cuales afirma que, en Cuenca, “el único pillo es el mote”. La autopercepción fundamentada de los cuencanos coincide de algún modo con la que los ecuatorianos tienen acerca de la capacidad ‘morlaca’ para hacer de Cuenca uno de los lugares más bellos, gracias a una ética ciudadana local, impidiendo la naturalización de la corrupción en el espacio público. Sospecho con enfoque histórico, que la tradición se originaría en la tensión entre prácticas ancestrales de sus pueblos originarios y una cívica no moderna de corte occidental. En medio estaría la creencia esencial de que la corrupción es fea, contrapuesta a lo bello cercano a Dios, encarnado en las formas y estética de la polis Cuenca.
Sociología de la ética cuencana es un libro sorpresivo, revelador de una singular estrategia para enfrentar un momento de grandes cambios civilizatorios y tensiones, que ponen en cuestión los valores y pactos de convivencia en sociedades históricas, amenazadas actualmente por la hiperconexión y la supremacía de los valores del mercado. (O)