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El Telégrafo
Ramiro Díez

El último recuerdo del joven campesino

26 de septiembre de 2013

Éramos una familia común y corriente. Vida de campo, tranquila, apacible, donde parecía que el tiempo no pasara y tampoco importara nada. La tierra nos entregaba todo lo que requeríamos para nuestro sustento elemental. Éramos felices.

Pero la calma era el anuncio de grandes acontecimientos. De repente se empezaron a escuchar rumores. En otras haciendas hablaban de gente extraña, armada, que merodeaba a distintas horas, observando desde lejos. Y uno siempre piensa que las cosas graves les pasan a otros. Hasta que llega el día.

La jornada transcurrió en calma. Nadie mencionó nada. Sin embargo, al caer la tarde, los rumores de días anteriores se hicieron más graves. Se hablaba de secuestros y desapariciones en dos haciendas que no estaban muy lejos.  Quizá  por eso, al llegar la noche, algunos tuvieron sueños intranquilos porque se decía que, desde una colina cercana, unos hombres nos habían estado mirando con prismáticos.

Ahora que estoy metido en este cuarto oscuro, sin comer y sin poder tomar agua durante tres días, no sé si los recuerdos que tengo son una mezcla de pesadilla o realidad, o todos corresponden a lo que sucedió.  Aquello fue al amanecer, poco antes de que saliera el sol y nos parecía haber escuchado el roncar de motores, como carros grandes que se acercaban.

De repente, todo se llenó de gritos y de órdenes, nos alumbraban con linternas. Intentamos levantarnos y escapar, pero descubrimos que estábamos rodeados. Mi hermano cayó primero. Luego, mi padre. Los agarraron y los desaparecieron de mi vista. Después fui yo. Intenté gritar y pedir socorro, pero solo se escuchó mi lamento: entre muchos hombres me arrastraban del cuello con una soga y me golpeaban con una vara gruesa.

Nos montaron a la fuerza en la parte trasera de un camión. Recorrimos sitios desconocidos. Íbamos en silencio, cada uno preguntándose qué fin tendría todo aquello. Varios de nosotros nos orinamos del terror. Con las horas, la atmósfera se hizo irrespirable. Las personas, indiferentes, nos veían pasar, como si no sucediera nada. Después llegamos a un lugar con una gran puerta y nos empezaron a clavar palos afilados en la espalda, en las piernas, para obligarnos a salir, porque estábamos paralizados.  Después nos reunieron a todos a la luz del sol, en un corral de arena. Y un hombre, hablando de nosotros, dijo: “Estos son los seis toros que se lidiarán a muerte el domingo”.

No entendemos nada. “Lidiar”, “a muerte”. ¿Por qué?  Seguimos encerrados en este cuarto oscuro. A algunos de nosotros ya se los han llevado. Afuera, miles de personas gritan, todas a la vez. Y huele a alcohol y a sangre.

Aquí el blanco tampoco entiende que le llegó el momento final de la estocada.

Dantas vs. Wexler, Mar del Plata 1951

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