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El Telégrafo

El telegrafista que escribía cartas de amor

02 de julio de 2011

Hace algunos años escribí parte de la historia del tren ecuatoriano, en Chimborazo. Allí encontré una historia que me recordó los amores de los padres de Gabriel García Márquez, quienes
-ante la prohibición de la familia
de la novia- se comunicaban por telegramas (el padre del “Gabo” era telegrafista).

En Riobamba, en cambio, la historia del “Cholo” Ramos era parte del imaginario de los ferrocarrileros. Cuando los gringos concluyeron la vía férrea sobre el puente de Shulcos se negaron a probarlo ellos mismos, pasando en la locomotora. Era vital que alguien atravesara. Mientras los ingenieros norteamericanos medían una y otra vez el puente, el “Cholo” Ramos subió
al tren.

Eran más de 160 metros de línea colgada y lista para ser inaugurada o para ser un desfiladero hacia el infierno. El “Cholo” Ramos hizo sonar el silbato. Y allá fue en una aventura que lo llevó a la gloria, mientras los durmientes se ajustaban en la medida que las ruedas de hierro crepitaban en los rieles.

Fue después, según recuerda Rómulo Falconí, que sucedieron los hechos. Fue una tarde paramera, en la estación de Mocha. De pronto, el monótono silencio de esas horas fue interrumpido por la máquina que comenzó su acostumbrado traqueteo, pero esta ocasión no traía despachos de trenes sino un mensaje: ¿Has escrito cartas de amor?

La mano se quedó por un momento detenida en el telégrafo, pero respondió: Bueno, he leído al poeta Miguel Ángel León. Quien estaba al otro lado -Ramiro Paredes- prefería del género más romántico para su corazón enamorado de una mujer adversa. Falconí le envió un fragmento del poema de Zorrilla, aquel de “si tú no me quieres / llámame el nuncio de la muerte / como es el cuervo y el carancho”, pero ese mentado búho del verso no habría de llegar.

Los pedidos de poemas de Paredes fueron insistentes y ante la falta de respuestas de sus compañeros no se le ocurrió mejor cosa que compartir sus querencias a toda hora. Así se inició una serie de mensajes que circulaban por los hilos, como lamentos de un tiempo donde el amor era sinónimo de naufragio. Los telegramas no tenían destinataria…

Paredes, desde el otro lado, había caído en una vorágine donde el amor se había convertido en impulsos intermitentes de sus dedos, mientras manipulaba el telégrafo convertido ahora en una suerte de vaso comunicante con una región inasible.

Dejó de escribir cuando la doncella, al fin, escuchó sus cuitas. El telégrafo nunca más suspiró... Pero es posible que alguna palabra esté aún colgada en los hilos de una máquina herrumbrada, frente a la montaña.

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