Gobernar es una tarea de complejidad enorme y de riesgos incalculables. Gobernar bien es un cometido imponente para el que muy pocos están preparados y el hacerlo, en circunstancias de pobreza fiscal y desmoralización ciudadana, es aún una labor más colosal. El gobernar entraña ejercer la autoridad, dentro de lo que faculta la Constitución y las leyes, con inteligencia, buen criterio, respeto a la libertad de expresión, políticas económicas saludables, políticas sociales justas, desarrollo de infraestructura y obra pública, creación de leyes útiles que sean aprobadas por un Congreso razonable. Parece lógico y fácil. La verdad es que resulta casi imposible.
Quien tenga que gobernar el Ecuador en 2021 deberá administrar un país quebrado, con una caja fiscal en ruinas, con una deuda pública descomunal y sin visos de reducirla; con una corrupción galopante y una sociedad polarizada, con dirigentes sindicales atrabiliarios, líderes indígenas intransigentes y líderes empresariales obstinados con sus ganancias; además, gobernar con una Asamblea que, por historia reciente, destila incompetencia y corrupción.
Gobernar, además, requiere hacerlo dentro de la Ley. Hacerlo en el marco de la pésima Constitución de 2008 y de más de un centenar de pésimas leyes que, a razón de 10 por año se expidieron entre 2007 y 2017.
Gobernar en medio de riqueza es razonablemente fácil si se cuenta con sentido común y algún nivel de equilibrio emocional. Destruir a un país, aniquilarlo económicamente, dividir a su población y robar descaradamente miles de millones de dólares, es una pesadilla que vivió buena parte de Latinoamérica desde 1998.
Gobernar implica objetividad y asumir el riesgo de la impopularidad y hasta el repudio. Se dice que tras el tiempo, la historia juzgará el mérito o demérito de un gobernante; no obstante, aquello es cierto solamente si hay buenos historiadores, historiadores veraces, no alineados con determinadas causas o personajes.
Quien gobierne el Ecuador entre 2021 y 2025 se expone a su suicidio político, a la ruina de su imagen. Ojalá que ese sacrificio político y de imagen sea en el contexto de acciones honestas y necesarias, no demagógicas ni populistas. El sacrificio político de una persona es un valor plausible si nos saca del abismo.