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El Telégrafo
Aníbal Fernando Bonilla

El ser humano: proclama y realidad

08 de diciembre de 2015

El sistema imperante vuelve funcionales a los seres humanos. Es el tiempo de la masificación de las cosas y de los hechos, desde el paradigma del progreso aplaudido a partir de la acumulación materialista. Los signos de los tiempos actuales no son tan alentadores en referencia a la convivencia racional y armónica. Son momentos en donde prevalece el individualismo en una atmósfera banal e intrascendente.

Es la época del desencanto en donde el reloj impone el ritmo de los días. La inmediatez enceguece el sentido de la belleza. Los valores pierden fuerza ante el vértigo de las grandes ciudades y la imposición de las agendas personales. El predominio mediático expone una realidad maquillada de sofismas, sin develar la otra cara de la moneda que esconde protervas ambiciones emanadas de los adentros del poder.

La globalización ha ido uniformizando la mentalidad y los hábitos de las personas a partir de la concepción del éxito particular, para lo cual se hace gala del culto al dinero y a la efímera fama. Estilo de vida que impone conductas alejadas del sentido comunitario. Lo que influye es la codicia unilateral en detrimento del porvenir conjunto.

La solidaridad cada vez se observa mermada en una escala de intereses sobrepuestos en las relaciones sociales. La avidez genera un ambiente superficial desde un falso criterio de fortuna. La arbitrariedad se confunde con el reclamo. La corrupción se generaliza ante la desidia oficial y la indignación popular; lo peor de la amoralidad es que la ciudadanía empiece a considerar como un acontecimiento corriente la descomposición de las conciencias. El respeto a la diversidad se desvanece frente a la intransigencia y el complejo de supremacía. Al parecer, la intención es desconocer a la otredad.

La sociedad se sumerge en un laberinto consumista cuyo mal se cimenta en la descarnada lucha de carácter economicista. ¿Y qué sucede con el devenir apremiante de las mujeres y los hombres, de los niños y los ancianos, de los jóvenes y los adultos? Eso queda como temática en los discursos rimbombantes de los foros mundiales, en donde se analiza el azote de la pobreza y sus secuelas, pero poco o nada se hace en pro de la aplicación efectiva de políticas gubernamentales para desterrar de manera integral aquellos problemas estructurales que en pleno siglo XXI aún son causa de vergüenza universal y que se refieren en su aspecto medular a la desigual distribución de la riqueza.

A esto, sin duda, cabe incluir el deterioro de la naturaleza como consecuencia de la mezquina actitud de las naciones en aras de explotar los recursos de la tierra en un afán depredador, sumidos exclusivamente en la perturbadora búsqueda del dios capitalista.

Esta desesperada manera de prolongar la existencia tiene sus hondos bemoles, que ratifican la crisis terráquea: las guerras y conflagraciones. Desde escenarios hostiles -ya sean de Occidente u Oriente- observamos absortos la matanza entre prójimos, como secuela de rivalidades ideológicas, creencias religiosas, intereses políticos, desavenencias étnicas, fanatismos estériles. Una penosa radiografía de la intolerancia mundial.

Y sin embargo, este 10 de diciembre seguiremos haciendo mención de los principios de los derechos humanos, a propósito de su día universal. (O)

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