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El Telégrafo

El precio de una vida

02 de octubre de 2011

¿Cuánto vale la vida de un ser humano? ¿Diez mil? ¿Cien mil? ¿Un millón? ¿Quizás más? La verdad es que la vida de una persona no tiene precio; no se puede comprar ni vender, ni se puede atentar contra ella o ponerla en riesgo por imprudencia, ambición, o maldad. Además, ninguna vida humana vale más que otra, por importante que pretenda ser alguna, o poco conocida que pueda ser otra.

Sin embargo, es lamentable que los sucesos diarios reflejen lo contrario, pues es común ver y oír la discriminación que se hace a favor de quienes, por haber gozado de una alta posición social, económica o detentar un importante cargo público, son tratados con preferencia hasta en circunstancias extremas como la muerte, pues el culto al poder y al dinero es muy fuerte en nuestra sociedad.

La verdad es que no vale más la vida de un ciudadano que la de otro; así lo reconocen nuestras leyes y constituciones desde que en el mundo civilizado la democracia reemplazó a las monarquías, donde sí se distinguía entre la vida de un súbdito y la de un miembro de la realeza. En el libro de Génesis hallamos la interesante historia de Sodoma y Gomorra, ciudades corrompidas hasta tal punto que Dios decidió destruirlas; pero que, según el relato bíblico, hubiesen sido perdonadas si, además de Lot y su familia, se hubiese encontrado un solo justo en ella.

A diferencia de lo que ocurriría si los hombres dirigiésemos un evento similar, el pasaje mencionado no dice que se privilegió a los gobernantes de la ciudad o a los hombres más influyentes, o a los mercaderes más ricos y poderosos, para rescatarlos de tal castigo; lo único que importaba a Dios en esos momentos era el corazón de la persona, y así sigue siendo para Él siempre. Qué pena que los hombres seamos tan diferentes, pues ponemos encima nuestro a cualquiera que creamos importante, famoso, influyente o poderoso, y en complemento, nos sentimos superiores ante quienes consideramos humildes, intrascendentes o comunes.

El bien más preciado que tenemos es la vida, y sólo Dios, quien es dueño de ella, puede quitárnosla; por esto, cualquiera que tome la vida de otro por propia mano o la de terceros, será juzgado no sólo por la justicia del hombre, a la cual la Biblia compara como trapo de inmundicia, sino por el juicio de Dios, de cuya mano no escapará; así ha sido desde Caín, quien simboliza al fratricida por excelencia, cuyo crimen se repite diariamente, sin que el Creador vaya a dejar de juzgarlo, en su día.

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