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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

El podrido ojo seco

13 de junio de 2016

Los formatos de los medios modernos situaron en diferentes planos la reconstrucción e interpretación de hechos pasados o presentes. Así, muchos hitos y nombres, con el paso del tiempo, devinieron en referentes fijos para la opinión pública general. Lo que se divulga, entonces, se transforma en supuesta verdad (absoluta) consumida y asumida sin más. Eso ocurre, verbi gratia, con documentales sobre la Segunda Guerra Mundial emitidos por un channel internacional aparentemente serio.

No obstante, hay un sinnúmero de libros históricos unos y analíticos otros que pormenorizan múltiples sucesos, y su sola mención involucra un inventario de actores y entornos no siempre conocidos por las amplias audiencias. Por supuesto, estas obras han sido escritas por autores cuyo peso intelectual es reconocido y su larga producción sirve de contraste para aquellos que al ver sus hallazgos y dilucidaciones llegan a opinar, muy sueltos de huesos, que tales revelaciones carecen de verosimilitud.

Pero he allí el quid de esos pensadores: la verosimilitud de los hechos a los que se refieren asoma cuando emplean su agudeza para clasificarlos, complejizarlos y, al mismo tiempo, ejercer una labor hermenéutica sobre su razón de ser. Hacerlo bien muestra que nada en las esferas del poder sucede por azar. Armand Mattelart, que estos días estuvo en Quito y expuso varios de los nudos críticos de sus reflexiones, es un buen ejemplo para dejar de usar a Perogrullo.

Ergo, vale decir algo sobre un programa de televisión que divulgó –en días pasados- la posible conexión de varios ecuatorianos con la agencia de espionaje estadounidense (CIA): la historia del siglo anterior dejó varias enseñanzas de cómo se hace la historia y también de cómo se la falsea, aquí o acullá.  

Las ideas de la conspiración y las ofensivas paralelas han sido examinadas con celo por investigadores de la política, la sociología, la psicología y las teorías de la información y la seguridad contemporáneas. Tales pesquisas cognitivas y sociales fueron articulando atmósferas y protagonistas para revelar conductas, declaraciones de guerra y atentados de todo tipo en períodos de paz. Simultáneamente, la gran industria comunicacional –léase cine, radio, televisión e internet- ha cultivado series, películas, documentales, crónicas o testimoniales que integran y legitiman determinados discursos y aprehensiones colectivas. El grado de verosimilitud ha sido trabajado con esmero, talento y detalle. Ninguna pieza ha quedado suelta. El viejo poder es astuto. Nosotros no.

Por tanto, cuando la víctima intenta usar los mismos recursos para desnudar la vileza de construir la historia a partir de la intriga y la moral del poder, se cae en la cuenta de que aún falta mucho para dominar la hechura de una composición documental que eleve a verosimilitud hechos, actores e historia.

No es que la CIA no siga hurgando por ahí con su sutil ojo seco, sino que componer un relato verosímil hoy (audiovisual, además), precisamente hoy, ya podridos por la permanente fábula virtual, es un reto que supera lo ideológico, y requiere, como nunca, de lo ético y lo estético como corolario de indiscutible virtud. (O)

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