Septiembre no ha sido un mes de celebraciones felices para la humanidad. En los últimos cuarenta años, un 11 de septiembre de 1973 ocurrió en Chile el golpe de Estado contra el gobierno democrático y socialista del presidente Salvador Allende. Con ello se inició un largo período dictatorial en el que la muerte, la desaparición y la tortura de miles de chilenos, convirtieron a ese país en un sobrecogedor observatorio del destino que podían correr los intentos de transformación social y política por la vía democrática.
La cabeza visible fue el general Augusto Pinochet, quien había de morir de ancianidad treinta y tres años después del fatídico golpe. Un simbólico y tardío proceso que lo encontraba culpable de violación a los derechos humanos y de desaparición de personas fue lo único que incomodó y sorprendió en la vejez al impune y cínico dictador chileno en una de sus visitas turísticas a Europa.
Veintiocho años más tarde, el 11 de septiembre, ocurrió el ataque a las torres gemelas del World Trade Center, en Nueva York. Millones de espectadores en el planeta contemplaron boquiabiertos por televisión el horripilante evento del derrumbe de los poderosos símbolos del sistema financiero internacional del mundo contemporáneo, que como en una visión apocalíptica se llevaba la vida de cerca de tres mil víctimas.
En septiembre 30 del año 2010, el Ecuador vivió también un episodio que dejó un fuerte impacto a nivel local, pero también una enseñanza en escala regional: la construcción social de la democracia no es vencer con amplitud una o varias contiendas electorales, sino defender y fortalecer orgánica y socialmente el proceso político que legitima esa construcción.
La actual resistencia a las transformaciones en el país buscará siempre oportunidades como la del episodio del septiembre ecuatoriano del 2010. Ese grotesco experimento grupal –que soñó hace un año con llegar lejos y que aún no ha terminado–, respondió a esa costumbre deformada de mirar la historia política del Ecuador, como un ir y venir de gentes que se ponen zancadillas y trampas, que se dan golpes, y luego desembarcan en las distintas estaciones de un tren perdido de rumbo (el famoso “tren de la Historia”), pero eso sí, acompañados de un buen botín, mucho ruido y dejándonos casi siempre como legado una pestilente humareda.
Lo sucedido el 30 de septiembre respondió a esa lógica oportunista, conservadora y sin ética, que hace lo imposible para continuar viviendo de las mismas trampas y amparada en la impunidad, como lo han hecho muchos de sus antecesores en nuestra historia para conservar los privilegios. Todavía no termina por aceptar que se hagan reformas profundas para enfrentar el futuro cambiando la ruta del tren y el propio tren.
Para esa lógica grupal aún es difícil aceptar que la actual Constitución fue hecha para que todos los habitantes tengan los mismos derechos y oportunidades para vivir bien, e igualmente las mismas exigencias para cumplir con sus deberes ciudadanos. Está muy claro que la defensa de la democracia, la Constitución y la lucha contra la impunidad en el Ecuador quedaron marcadas en el noveno mes.
(*) Escritor y antropólogo