Todas las mañanas abro mi ventana y lo veo. Allí, a 50 kilómetros de Quito, nuestro vecino más poderoso nos observa desde que decidimos asentarnos en este valle. Se mantiene desde hace eones allí en páramo, acompañado de los cóndores, los zorros andinos, y algún ocasional aventurero que quiere probarse a sí mismo llegando a su cumbre. Silencioso y bellísimo, el coloso nos mira, y nosotros lo miramos a el siempre, viéndolo como una muestra que la naturaleza es impresionante y que somos sólo una pequeña parte de ese ciclo.
Pero, desde algunas semanas, también andamos los quiteños de reojo, con sospecha, y susurrándole “quieto ahí, por favor”. Al menos eso nos pasa a todos desde hace un par de semanas, cortesía de un aumento en la actividad del Cotopaxi. A diario hay emanaciones de vapor y ceniza, ennegreciéndose una parte del cono de nieves perpetuas que vemos cada mañana. No es la primera vez que sucede, pero tampoco podemos estar ciento por ciento seguros: la montaña no es precisamente tranquila y tampoco es la primera vez que sucede.
La leyenda cuenta que en 1532 a 1534 el volcán estuvo en erupción durante los acontecimientos de la llegada de los primeros conquistadores españoles, cosa que se repitió entre 1742 y 1744. Al revisar los archivos, tanto Luis Sodiro como Teodoro Wolf cuentan que 1877 el año había empezado con emisiones moderadas de ceniza hasta que en junio el asunto se puso más espinoso. Sodiro hizo un pequeño texto que afortunadamente se encuentra disponible en la web de la Casa de la Cultura; cuenta que el 26 de junio:
Cerca de las 10 se oyeron unos estampidos imponentes pero sordos, que imitaban descargas de poderosa artillería. Algo después, un estruendo prolongado y continuo que en Latacunga se reconoció, como aviso de la reventazón del Cotopaxi.
Don Luis recorrió la zona y sus alrededores después del desastre y habla de la necesidad de que la opinión y los hechos, especialmente porque había vidas y propiedades en riesgo, sea analizada por el “tribunal de la ciencia y que sean jueces más competentes quienes sentencien sobre la rectitud y acierto” de sus observaciones. El tenía razón, porque doscientos y más años después nuevamente tenemos que vigilarlo con respeto y admiración. Con redes sociales, tenemos videos diarios de la situación del volcán y los organismos técnicos están haciendo un monitoreo constante del volcán. Sin embargo, no faltarán agoreros del desastre y “expertos” que suelten bulos en medio de un evento que debe ser analizado por expertos. Ese fenómeno ya lo hemos vivido antes: durante ese tiempo aciago de “La Pandemia” la desinformación y las verdades fracturadas por opiniones anticientíficas hicieron mucho daño a la sociedad y al tratamiento de salud. Es por eso que debemos empezar a confiar en la ciencia, que es una de los pocas cosas que funciona, sin importar que nos guste o no.
Esto lo escribo escuchando una furiosa metralla de jazz libre, hardcore, música latinoamericana y rock progresivo, fruto de las mentes privilegiadas de Omar Rodríguez-López y Cedric Bixler-Zavala, quienes forman el núcleo creativo de The Mars Volta. Su música es un lugar críptico y curioso, en el que todas las influencias culturales del siglo XXI se han mezclado en una licuadora y se sirven con algún brebaje psicodélico. En su canción Cotopaxi, que aparece en su octavo disco Octahedron (Mercury, 2009), hay un flujo incontenible de batería, percusión latina y ritmos sincopados que no piensa detenerse (así como la montaña?), con momentos de silencio con capas de pequeños arreglos aquí y allá. Impresionante.
Estos días antes de elecciones, a veces creemos que el centro del universo es el ser humano. Cotopaxi, en su versión de volcán furioso, y también en el de canción de The Mars Volta, nos demuestran que somos una mota de polvo en medio de las eras geológicas. Mantengámonos atentos y atesoremos el tiempo. Nos vemos en quince días.