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El Telégrafo
Aníbal Fernando Bonilla

El mejor regalo para compartir

15 de diciembre de 2015

No cabe duda de que el tiempo es inexorable. Transitamos por el último mes de este 2015, el mismo que deja un cúmulo de aprendizajes y lecciones que se acopian en el anchuroso mar de la coexistencia. Es el resultado de una etapa que ratifica la condición del hombre desde sus angustias y esperanzas, desde sus sinsabores y afanes propositivos. Época de tregua que provoca la valoración de lo hecho y lo pendiente en el plano personal y, también, en el ambiente colectivo.

Sociedad que sucumbe a los tentáculos consumistas, precisamente, en el preámbulo navideño, en donde se revelan las paradojas de un sistema de enormes asimetrías. Desde la avalancha publicitaria se genera un entorno propicio para que la oferta y demanda sea expuesta en sus afanes economicistas, sin que importe el momento oportuno para la reivindicación espiritual del hombre. Parecería que poca trascendencia posee el nacimiento de Jesús en el contexto de los dogmas capitalistas, cuyos pilares se levantan a partir de la obtención desmedida de la ganancia monetaria. Más billetes verdes en el circulante acelerado de los ostentosos centros comerciales (que estimulan el Black Friday), y menos reflexión que nos devuelva la humildad de la paja y el páramo, creería ser el cometido mediático de esta temporada de galletas y villancicos.

El augurio de buenos deseos que expresa la gente en diciembre a través de una palabra, un gesto o un abrazo no es suficiente en los caros propósitos de mejoramiento de la condición de vida comunitaria. Falta mayor voluntad y un desprendimiento íntimo que emane de la conciencia. La realidad global se contrapone con el efímero lapso de luces y guirnaldas. No basta con el regocijo navideño para estimular una convivencia en donde prevalezcan los afectos compartidos y el sentido común. Es preciso un cambio de actitud social. Una renovada mirada hacia los demás que abra surcos de tolerancia e inclusión.

El mundo se debate en una violencia sin precedentes que altera el significado civilizador del siglo XXI. No solo los conflictos bélicos desnudan la ferocidad de ciertos intereses supranacionales, sino que, también, las secuelas de la marginalidad ratifican una honda descomposición humana, ya que la pobreza se extiende a vista y paciencia de todos(as), especialmente de los gobernantes de turno.

Mientras tanto, el drama de miles de refugiados se extiende por las fronteras europeas, la odisea de los expatriados es asunto que desgarra hasta las lágrimas, los tratos crueles persisten en cárceles como en Guantánamo, los niños que deambulan en las calles -se multiplican- con sustancias tóxicas en sus manos y con dudas en su futuro, el tráfico ilegal de drogas y el lavado de dinero se vuelven delitos incontrolables por los Estados, la corrupción que enturbia a la máxima dirigencia del fútbol, los drones que acechan el cielo afligido de bombas en Siria, Afganistán, Libia o Irak, la destrucción y explotación de los recursos naturales sobrepasa los límites permisibles.

En tales consideraciones, ¿cuál cree que sea el mejor regalo para compartir con el prójimo en Navidad? La respuesta es más que obvia y está adentro del corazón de cada uno de nosotros. (O)

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