Ese siglo es catalogado por Stefan Zweig como “la edad dorada de la seguridad”, cuando la sociedad parece encontrarse sólidamente establecida para siempre, pues cada familia tiene un presupuesto fijo que puede ser calculado de antemano, conoce cuánto debe gastar en alimentación y vivienda, sabe lo que posee y sus propiedades están garantizadas por la existencia de una monarquía que ha gobernado por cientos de años; cada empleado conoce cuándo le toca ascender, cuándo se debe jubilar y cuál va a ser su pensión; del presupuesto familiar se puede ahorrar y este ahorro genera un interés que se emplea en imprevistos; las propiedades se trasmiten de padres a hijos y producen rentas fijas para sus herederos; la llegada de un nuevo vástago es recibida con la apertura de una alcancía en la que se ahorra para su futuro.
Aparentemente, nada vaticina que algo pueda cambiar, pues casi nadie cree en guerras, revoluciones o disturbios, igual que tampoco se cree en la teoría del flogisto; toda imposición por la fuerza o radicalismo es mal vista, puesto que se vive en la edad de la razón. Claro que la seguridad no está al alcance de todos, pero se supone que en la medida en que las grandes masas tengan participación en la producción, la seguridad va a cubrir a todos los estratos de la sociedad. La aparición del sindicalismo permite al obrero conquistar un salario digno y estable, que mejora cada día.
Los síntomas del progreso son evidentes: hay teléfonos, autos, luz eléctrica, agua potable; el sistema ferroviario se hace más extenso, la higiene se vuelve común y el sueño de volar, de Ícaro, se ha cumplido; en fin, las cosas aparentemente mejoran siempre, en un mundo que cuenta apenas con mil millones de habitantes.
Ni siquiera el disparo hecho por Gavrilo Princip, el 28 de junio de 1914, en Sarajevo, y que siega la vida del Archiduque Francisco Fernando, es visto como algo que pueda traer consecuencias desastrosas.
Este acto va a servir de pretexto para que el Imperio Austro-Húngaro le declare la guerra a Serbia, y aquel idílico mundo, descrito por Zweig, fenezca, pues tanta belleza es sólo de oropel, una leve capa de pintura dorada bajo cuyo esplendor existen fuerzas destructoras que esperan la oportunidad para lanzar a los cuatro jinetes de la Apocalipsis sobre las enjutas estructuras sociales de las monarquías absolutistas de Europa. La Gran Guerra, a la que todos van a marchar entusiasmados, va a arrasar con casi todo régimen existente. Pero eso va a ocurrir el siguiente siglo.