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El Telégrafo
Mónica Mancero Acosta

El infierno de la política

02 de marzo de 2015

Este título está parcialmente parafraseado de Sartre, quien sostuvo en una obra de teatro que “el infierno son los otros”, con esto quiso decir, quizás, que el ser humano no puede controlar completamente lo que se le opone debido a que está fuera de él, es inasible y esto le proporciona un dolor, un castigo, un infierno. Esto, llevado a la política, también puede resultar una relación provechosa. La política es la querella constante sobre el orden de dominación que se nos impone, hay política porque hay resistencia a la dominación,  porque hay litigio y confrontación.

La naturaleza problemática de la política ha ocasionado que grandes pensadores como Weber hayan sostenido que quien hace política ha pactado con los poderes diabólicos que acechan en torno de todo poder y que quien no entiende esto es un niño, políticamente hablando. Por ello mismo, el consenso es la ficción de una comunidad sin política, puesto que ella, nos asegura el filósofo francés Rancière, es lo que interrumpe la naturalidad de la dominación. Para teóricos políticos contemporáneos como Foucault el poder es una relación de fuerza y la política la continuación de la guerra por otros medios. Más aún, el poder simbólico, de acuerdo a Bourdieu, es el poder de hacer ver y hacer creer, y no se ejerce si no es reconocido. Debe haber legitimidad de las palabras y de quien las pronuncia. En nuestro país, tanto el gobierno como la oposición están viviendo su propio infierno. Desde el lado del poder les causa urticaria cualquier intento de crítica, humor, caricatura, mofa; algo que ha sido y es una práctica usual en política. Y este escozor se provoca porque sienten que a través de estas tentativas se desarma el monopolio de la palabra legítima. El riesgo de perder el monopolio de la maquinaria interpretativa que pretende ser poseedora de la verdad, es insoportable y la política deviene en más infierno. Y por el lado de la oposición, sobre todo la de derechas, hay una apelación interesada al consenso ingenuo, a la convivencia multicolor desprovista de politicidad, a una construcción pospolítica; todo esto como estrategia de regreso de las peores prácticas de exclusión. La posibilidad de un no retorno inmediato al poder los tiene condenados a un infierno insoportable.

No obstante, ambos bandos están desvirtualizando el sentido último de la política, en la medida en que buscan atrincherarse en sus posiciones, el poder por el poder, no les interesa incluir lo popular, su ethos, identidades, demandas materiales y simbólicas. Los primeros, es decir el gobierno, se fueron desligando sistemáticamente –en un error histórico en el cual se jugó todo el proceso político- de indígenas, mujeres, ecologistas, jóvenes, obreros, maestros o, a lo sumo, han reconstruido su propia parcela subordinada en cada uno de estos sectores. Han edificado un Estado para defender su propia y particular victoria. Mientras que desde la derecha, si bien hoy muestra su cara más amable, tolerante, inclusiva y democratera, cuando estuvo en el poder nunca le interesó construir un proyecto nacional popular. Ya bebimos de esa agua contaminada. En este escenario ¿qué nos queda? Pues precisamente la política. Nos ilumina Rancière al afirmar que un momento político ocurre cuando la temporalidad de este escenario dual es interrumpida, y se trata de oponer una nueva configuración e interpretación de la comunidad. Se trata de construir una alternativa –no necesariamente como una opción electoral inmediata-, un tercer modo de lo universal singularizado por actores específicos, por algunos de estos nombrados y otros. Entonces la verdadera política se podrá jugar de a tres.

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