Historias de la vida y del ajedrez
El iluminado que hacía lo que predicaba
Hay seres humanos que al leer se tornan conflictivos, porque pueden encontrar principios que están bien allí, en el papel, pero que llevados a la práctica desatan intensos dramas. Uno de esos lectores fue un muchachito holandés, hijo de un predicador protestante, que un día decidió leer los libros de su padre. Entonces encontró algunas frases que lo perturbaron para siempre. Leyó aquello de amor al prójimo y al desamparado, y se lo tomó en serio.
Ese muchachito es conocido – y lo será por los siglos venideros- , como Vincent Vang Gogh. Y todos los recuerdan, más o menos, como el pintor alucinado y alucinante, pero su vida intensa permanece oculta entre las brumas.
Uno de los trabajos que tuvo, en medio de la pobreza que nunca lo abandonó, fue el de maestro de escuela en las afueras del Londres del Siglo XIX. Su tarea era enseñar a cambio de un techo y una porción de comida. Pero el rector del colegio pensó que debía hacer algo más: cobrar la pensión a los niños. Vang Gogh entonces se negó y explicó que la comida que recibía en pago la repartía entre los niños más hambrientos que a veces se desmayaban de físico agotamiento en medio de la clase y que no podía cobrarles una moneda, aunque la tuvieran. Expulsado de su puesto, Van Gogh fue a predicar entre los mineros del carbón.
Allí recibió un cuarto cómodo, en casa del panadero del pueblo, pero dijo que no podía predicar a los más pobres, viviendo en medio de la abundancia del pan, bajo abrigo, y fue a dormir en un barracón, en el suelo. De este nuevo oficio fue expulsado por los dueños de las minas y por la curia, por considerarlo un predicador loco y peligroso.
Tras algunos amores fallidos, Van Gogh encontró a una prostituta, que tenía un hijo, que estaba esperando otro, que sufría una enfermedad muy de su oficio, y que estaba condenada a morir de hambre y de desprecio. Recordó aquello del amor a los otros, algo en lo que los otros no creían aunque lo predicaran, y decidió casarse con ella para salvarla.
Su familia lo separó de este amor escandaloso, y lo encerró en un manicomio. De allí, entró y salió varias veces. Y una mañana de verano, en medio de un campo de trigo amarillo y brillante como el sol, se partió el pecho de un disparo. Quizás buscaba lo que mencionaba a su hermano en una de las casi mil cartas que escribió: “No sé lo que tengo dentro de mí. Pero es un volcán que me quema. Moriré si no le doy salida.” Y por eso nos dejó su ejemplo y su pintura. Tenía 37 años.
Con Vincent Van Gogh la pintura, la palabra y la condición humana alcanzaron nuevas luces. En el mundo del ajedrez, también hay sacrificios como centellas, que nunca se apagan.
1: TxC!; TxT
2: T1D; D3R
3: AXT+; CxA
4: D8C+!!; CxD
5: T8D y mate