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El Telégrafo

“El grito”

28 de febrero de 2012

De Edvard Munch, serie de cuatro cuadros, retrato de la pobreza y desesperación; esquelético, por eso ubicuo y universal, será subastado en los próximos días y se espera cifra récord, más de ocho millones de euros, por tan solo uno de ellos.

Por alguna razón siempre lo he asociado a Camilo Egas, ese ecuatoriano desconocido, incluso perseguido (Santiago Carcelén, en su película “Un hombre secreto”, nos ofrece algunas claves para entenderlo), que hizo el famoso cuadro “Calle 14”, ya parte de su largo y final período neoyorquino, sobre algo parecido: la desolación.

Los dos, el noruego y ecuatoriano, compartieron los mismos siglos, el XIX y el XX, y probablemente las mismas angustias: las miserias del capitalismo. ¿Por qué si nos avientan tanto horror estamos dispuestos a colgar uno de sus cuadros en unas de las paredes de la sala de nuestras casas?

  Claro, es un decir, porque jamás llegaríamos a juntar el dinero necesario para hacernos con cualquiera de ellos, pero al menos para una copia, de esas que se compran a la salida de algún museo, sí nos alcanzaría.

La disposición a exhibirlo será porque nos ayudan a hacer catarsis, quizá. En todo caso ahí están hoy, como ayer, tan vigentes por los horrores que este neoliberalismo le ha traído a la humanidad.

En Europa han debido agachar la cabeza y el Fondo Monetario ha vuelto para hacer de las suyas. Más austeridad, exigencia del maldito Fondo, solo traerá más crisis y, a pesar de eso, hay que guardar lo poco que entra para garantizar el pago de la deuda.

Se cierran escuelas, se pierde cobertura en salud, se echa por la borda todo lo ganado con el estado de bienestar y se acumula indigencia y mucha pobreza, mientras otros, en ese mismo contexto, los que forman parte del aparato financiero, se enriquecen. Cómo no pegar un grito, de rabia y también de impotencia.

Y aquí, porque existe una derecha descarada, se siguen paseando propuestas que intentan recuperar lo más crudo y absurdo de ese neoliberalismo. El modelo de Guayaquil, la emblemática ciudad puerto, está cargado, desde su poder local, de enunciados neoliberales, como si no se quisiera reconocer el daño infligido por los abusos de una teoría que solo vela por los poderosos. Se concesionaría el control del tránsito en la ciudad, anuncian.

Quizá sea posible semejante propuesta en el marco del muy autoritario discurso del modelo de gestión que impulsa su alcalde. Sus gritos son otra cosa: representan a un poder decadente, al que solo le ha quedado lo grotesco, las puras  ganas de agredir, como en los viejos tiempos.

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