Es evidente, no hemos evolucionado de un país guacharnaco y tropical. Resulta que cualquier acto de inmadurez y falta de argumentos es catalizador de una campaña política. Nada ha cambiado. Aunque ahora nos hemos vuelto más filosóficos. ¿Será libertad de expresión hacer señas obscenas contra el Presidente? ¿Las leyes que defienden la majestad de los funcionarios públicos son arcaicas y dictatoriales? ¿Los dedos provocan “cortocircuitos hepáticos”?
Y con eso creamos, de un insulto, de una vulgaridad, un pretexto político. Hasta se crean páginas de Internet. Y cuentas de Twitter. Y María Rosa Pólit lo convierte en un acto casi cívico. Básicamente, hemos llevado a un grado ciberespacial los “Yo no me ahuevo”, los “Ven acá para mearte”, los “Esperma aguada”, los pistoleros del Congreso, los cenicerazos y las vaguedades de nuestro quehacer político que, si bien entretienen, lo hacen en desmedro del debate. Y hasta resulta cómodo: un dedo para Correa.
¿Qué argumento valioso se puede esconder atrás de un dedo insultante? Ninguno. Nada que provenga del insulto puede contener un discurso válido. Pero es una fácil sonrisa. Es un voto mediocre. Es la nueva generación del insulto que ganaba adeptos, porque seguimos creyendo en la verdad de bravucón. Es decir, lo mismo de siempre, pero con acceso a redes. Porque son ellos mismos los que se rasgan las vestiduras porque “en el país nada ha cambiado”, porque “siguen las mismas prácticas del pasado”, porque “en este Gobierno ha cambiado el nombre, pero no la forma”. ¿Y ellos? De cabeza en los facilismos que han permitido ver a nuestra historia política plagada de Bucaram, de Gutiérrez, de marchistas “apolíticos” comentando de política y de provocadores insufribles.
Porque la oposición no es mala. Porque es indiferente si “representa los intereses de” o “son los mismos que”. Todos representamos los intereses de alguien y somos los mismos que aquellos que piensan como nosotros. Pero esa oposición no puede pretender “cambiar el país” y que, además, creamos su discurso, cuando constantemente apela al simplismo de un insulto. Que ni siquiera se les ocurrió a ellos.
Entonces tenemos dos opciones. Nos dejamos llevar por este insulto, justificado como una expresión de nuestra libertad, caemos en la riña de estadio y en la democracia de bufones. O elevamos nuestra propuesta, en contra o a favor, pero con sustancia, respeto y altura. Sin dedo ni agravio, sin “insulto que no debe ser criminalizado”. Yo me quedo con la segunda.