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El Telégrafo
Tatiana Hidrovo Quiñónez

El Estado popular

11 de mayo de 2017

Álvaro García Linera dice con acierto que frente a la muerte de la globalización solo hay dos opciones: una posglobalización racista, lo que significa la destrucción de los Estados de derecho, para entronar en su lugar el reino de la anarquía, basado en un poder de fuerza, que podría llevarnos a verdaderas guerras civiles; o, en otro caso, un tránsito hacia lo ‘popular plebeyo’, interesante proceso que ya inició Latinoamérica, acompañado de un posneoliberalismo.

¿Pero cuáles serían las características de ese modo político popular plebeyo al que se refiere García Linera? Interpretamos que es un proceso que debe encontrar puntos de cohesión, sin destruir la diversidad cultural y las aspiraciones de ciertos colectivos, que no por ello deben transformarse en puntos de divergencia de la base nacional popular. En ese esquema, las reivindicaciones étnicas y de género no deben estar por encima de las demandas populares y de clase, porque el proyecto supremo debe tener como su propósito esencial la reproducción social de la vida plena, el estado democrático participativo y la justicia social y económica basada en la solidaridad, el valor de uso y la transformación de la vieja propiedad burguesa.

Esa profundización de una nueva etapa revolucionaria debe ser realizada desde el Estado del poder popular; un Estado que debe alejarse, sin embargo, de los conceptos clásicos del desarrollo y de la tentación de convertirse en un poder extralimitado basado en el dominio de una tecnoburocracia. Uno de los desafíos más importantes para Ecuador es mantener el Estado garante de derechos, el Estado incorruptible, el Estado que siendo tal e institucionalizado, no se erija sobre los movimientos sociales populares.

Pensadores como Enrique Ramos, proponen, por otra parte, el rescate de la noción de comunidad, como un espacio que está “más allá de la familia, pero más próximo que la sociedad, el país o el Estado”. Esta idea de algún modo está contenida en la Constitución de Montecristi, cuyo artículo 248 recoge el principio de la organización social de base, el barrio, la comuna y los sitios rurales, desde donde se puede ejercer no solo la democracia participativa, sino también la acción de responsabilidad, solidaridad y fraternidad, cortando de esta manera el sentido individualista, asistencialista y los principios de caridad, para convertirlos en una acción colectiva para el bien de todos.

Vale recordar lo que dice el mencionado artículo de la Constitución ecuatoriana: “Se reconocen las comunidades, comunas, recintos, barrios y parroquias urbanas. La ley regulará su existencia con la finalidad de que sean considerados como unidades básicas de participación en los gobiernos autónomos descentralizados y en el sistema nacional de planificación”.

Las utopías son movilizadoras, por lo tanto, absolutamente necesarias. Rafael Morales Caballero, un canario-venezolano, señala que en Latinoamérica no se concretó nunca el socialismo, y por otra parte, que el “socialismo es imposible en un solo país, y más si parte de un bajo nivel de desarrollo”. Ningún paso puede darse fuera de una nueva democracia y de una unidad latinoamericana, para hacer viable el inevitable y duro proceso por medio del cual empezamos la salida del sistema capitalista, espejo en el que hemos construido contradictoriamente las prácticas y las doctrinas justificatorias de la lucha popular. (O)

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