El espejo es de aquellas cosas mágicas y reales inventadas por la cultura occidental. Dicen que apareció hace unos 3.500 años. En realidad no es más que un cristal embadurnado con una amalgama química, lo cual provoca el reflejo de lo que queremos ver.
En la cultura occidental se privilegió siempre el sentido de la vista por medio del cual construimos imágenes que asocian lo que vemos con las representaciones guardadas en nuestro cerebro. Pero más allá de aquello, el efecto del espejo creó la idea de que lo que veíamos no era una imagen, sino a nosotros mismos, tal cuales. Ese efecto que hoy nos parece común y cotidiano influyó en la formación de uno de los conceptos más generalizados: el Yo, individuo. Poco después el efecto del espejo se articuló con nociones modernas y apareció el antropocentrismo, es decir, la creencia de que los seres humanos somos el centro de todo y estamos encima de otras formas de vida.
Aquello también derivó en el mal del individualismo, que fue mermando los valores de la solidaridad. Por supuesto, aquel reflejo formó ciertas ideas de belleza, a la medida de la cultura dominante. Todo eso hizo el espejo, trozo de cristal que acompaña la vida de casi todo el mundo, frente al cual nos paramos cada mañana, para redefinirnos y atrevernos a salir a la calle.
El espejo es contrario a la noción de Ser como parte de la naturaleza. Nadie pone el espejo delante de un bosque, de un volcán o de un mar, porque los modernos consideran que esos cuerpos naturales no son seres y, por lo tanto, no merecen estar delante de un espejo, que ha sido hecho para el Dios-Hombre. Como el espejo es individualista, ególatra y vanidoso, tampoco nadie coloca el espejo delante de una comunidad ni hay espejos sociales tan grandes que permitan integrar a todos en la imagen.
Aunque ahora nos cueste asimilar, hubo un mundo sin espejos plateados, hasta lo que se sabe. Ese era el mundo de nuestros pueblos originarios, que no desarrollaron la idea del reflejo perfecto. La gente se miraba en las aguas en movimiento; la imagen acuosa nunca estaba perpendicular, sino horizontal, contenida en un gran cuenco de tierra; era incolora, mezclada con rayos de sol o de luna, plagada de cielos, árboles y pájaros. Ese reflejo tenía el sonido del mundo, era otro espejo natural que integraba las vidas.
Para la escala humana solo hubo un cuasiespejo en el mundo de los pueblos originarios de lo que hoy es América Latina: estaba hecho de obsidiana pulida sacada del corazón de los volcanes; era pequeño como una mano, reflejaba con efecto de sombra una parte del rostro del Señor principal, mientras refractaba a los otros la luz solar.
Aquel día del siglo XVI, cuando llegaron los barbados a Santa Elena, el Señor del lugar, llamado Baltacho, lo llevaba en su mano. Los advenedizos trajeron sus espejos de cristal desde el Occidente y desde entonces la gente de nuestro mundo prefirió a aquel reflejo que sirvió tanto para desplegar ideales de belleza, como para el culto de la vanidad y el individualismo.
Guardemos por un momento los espejos occidentales y miremos el rostro del mundo en el agua. El remo de una barca flotando en el Quilotoa, uno de los reflejos más bellos del mundo, hará que nuestro cuerpo social se vea como ondas desplegadas en la piel del lago. Quizás por un momento, en ese mundo andino, sin espejos individualistas de cristal, sentiremos el palpitar colectivo y veremos que mucho más altos son los montes y las montañas e inconmensurable el cosmos, y nosotros muy pequeños, pero muchos. (O)