Hace 6 años y disfrazado de mensajero, conduciendo una moto, ingresó Julian Assange en nuestra embajada en Londres para solicitar asilo político. En medio de una intrincada situación, con acusaciones de abuso sexual de Suecia, de filtración de documentos de Estados Unidos, de vulneración de los términos de libertad condicional de Reino Unido, el asilo en la embajada ha sido un proceso delicado y prolongado, que aún no avizora una salida segura.
En 2016, el Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre Detenciones Arbitrarias calificó de “detención arbitraria” el encierro de Assange en la embajada; pero Reino Unido y Suecia no acogieron las recomendaciones del Grupo de Trabajo de la ONU.
Posteriormente, Suecia cerró el caso bajo el argumento de que ya no había condiciones para dar continuidad a sus investigaciones. No obstante, en estos días, la justicia británica acaba de dictaminar que no levantarán los cargos contra Assange.
Es indudable que hay mucho en juego en la situación de Assange, y en medio de todo, su propia seguridad. Su participación en la campaña de Estados Unidos le llevó al hoy presidente Trump a afirmar “amo WikiLeaks”, y ahora se ha revelado la correspondencia que ha mantenido con el hijo de Trump. De ahí que, si bien se convirtió en un fugitivo geopolítico que develó documentos secretos que destaparon el manejo de las relaciones internacionales de Estados Unidos, hoy se funcionaliza a ese mismo poder.
Ecuador, por su parte, está en una situación complicada. El presidente Moreno, a pesar de que Assange en sus tuits criticó algunas de sus actuaciones, ha decidido darle protección bajo el argumento de que es necesario proteger su vida y de que es un problema heredado. La estrategia de nacionalizarle para obtener inmunidad, a través de investirle de un cargo diplomático como funcionario nuestro, no dio resultado. Sin embargo, suponemos que ahora que es ecuatoriano, menos aún va a ser abandonado a su suerte. (O)