Historias de la vida y del ajedrez
El drama de un niño lindo del siglo XIX
Era la Inglaterra del siglo XIX, con un capitalismo que ya levantaba la cabeza y sacaba las uñas. En medio de la pobreza de campesinos y desempleados urbanos, surgieron leyes caritativas. Por ejemplo, aquella que permitía a los empresarios recoger a los niños de la calle y llevarlos a sus fábricas y talleres para que trabajaran gratis durante doce o catorce horas. La idea era que no estuvieran sometidos al frío, a los peligros de la calle o a la acción de otros delincuentes.
Una mañana lluviosa, el dueño de una pequeña fábrica de zapatos vio a un niño indigente que ya era capaz de hacer algo en su taller. Cumpliendo la ley, el empresario lo llevó a trabajar. La jornada de doce horas estaba compensada con una sopa no muy rica en nada, y con un pago de dos chelines al final de la semana.
Así se garantizaba que, tras la primera jornada, y para no perder el tiempo invertido, el niño siguiese viniendo solo a trabajar, sin la molestia de volver a capturarlo.
Al poco tiempo. El empleador se percató de que ese niño de pelo rubio ensortijado, ojos azules y bello rostro, era un desperdicio en la oscuridad del taller y de los olores asfixiantes de cueros y betunes. Entonces decidió exhibirlo en el almacén que daba a la calle. Tras el cristal sonreiría a las mujeres que pasaban por allí, invitándolas a pasar para probarse nuevos zapatos. El dueño del almacén le limpió la cara, le puso un traje limpio y lo llevó a la vitrina para que convenciera a las transeúntes a entrar y comprar. Éxito total, anzuelo perfecto.
Un día el niño enfermó y el patrón pidió a un empleado que lo llevara a casa. La verdad era que el niño vivía en la cárcel con su familia, todos en una misma celda. Su padre estaba condenado por deudas y había perdido la casa. Avergonzado, el niño ocultó esto, y afirmó vivir en un barrio rico y allí lo llevaron. Al ver una casa lujosa, volvió a mentir diciendo que era la suya. Cruzó el portal, tocó la puerta, y cuando el mayordomo abrió, el niño intentó hablar, pero no pudo contenerse y vomitó en el piso.
El mayordomo lo molió a patadas y lo tiró a la calle. Perdido en un barrio londinense que no conocía, con hambre y fiebre, el niño deambuló sin rumbo, buscando la cárcel, y al final la encontró a las cinco de la mañana, para reunirse con su familia. Ese pequeñito se llamaba Charles Dickens y, con todo su dolor a cuestas, después se convirtió en el famoso novelista. “La pobreza es el peor crimen”, dijo alguna vez.
El ajedrez, en cambio, es la fiesta de los crímenes, donde siempre hay espacio para la riqueza de la imaginación.