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El Telégrafo

El destino de Ibarra

17 de septiembre de 2011

El próximo 28 de septiembre, Ibarra cumple 405 años de fundación. Como todo el país, el legado colonial sigue vigente, porque se cree que su valle estaba deshabitado. Eran las antiguas tierras de los caranquis. Pertenecían a los llamados señoríos étnicos, que eran confederaciones de cacicazgos que comercializaban recíprocamente y que se unían en caso de invasiones. Esto sucedió con la llegada de los incas, quienes exterminaron a 20.000 caranquis, en la batalla de Yahuarcocha, en la primera mitad del siglo XVI. Después, llegaron los españoles…

En estas condiciones, para propiciar el comercio entre el Virreinato de Nueva Granada y el Reino de Quito -es decir entre Santa Fe de Bogotá y San Francisco de Quito- se necesitaba fundar una ciudad que sirviera como puerto de tierra, es decir la base para que los productos llegaran al Pacífico. Los quiteños precisaban vender sus textiles.

El presidente de la Real Audiencia, Miguel de Ibarra, entendió que el antiguo Valle de los Caranquis era el sitio ideal, porque de allí se podría abrir un camino hasta El Pailón, como se conocía antes a San Lorenzo. Por eso envió al capitán quiteño Cristóbal de Troya a fundar una villa. El fundador puso el nombre del nuevo asentamiento con el nombre del presidente, bajo la advocación de San Miguel Arcángel, de allí que el símbolo del nuevo poblado sea un arcángel.

Sin embargo, la carretera al mar nunca se construyó y la ciudad tuvo que esperar casi 400 años para realizar su sueño, aunque sin puerto. Ibarra se convirtió en un sitio de comercio, también con Popayán, y después en una ciudad importante al punto de que la provincia de Imbabura fue creada en 1822, por el propio Libertador, y comprendía las provincias actuales de Esmeraldas y Carchi.

Durante la colonia -según refieren los cronistas como el jesuita Mario Cicala- en estas tierras se producía buen vino y existían olivares, pero debido a la concepción de monopolios, estos fueron llevados hacia el Virreinato de Lima. En Ibarra no había obrajes como en Otavalo, pero vivía del comercio hasta el terremoto de 1868.

El nombre de la Ciudad Blanca se da por primera ocasión en el libro Égloga trágica, de Gonzalo Zaldumbide, quien enamorado contempló a su tierra y la nombró así, por sus casas blancas. Pero la cal también servía para evitar enfermedades como el paludismo, desterrado por el Dr. Jaime Rivadeneira recién en la década de los 30 del siglo pasado. Ahora Ibarra tiene un nuevo reto: ser parte de esa megápolis que la une con Otavalo, a tan solo 24 kilómetros. Como hace siglos, no estamos preparados.

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