Hasta el siglo XIX, el colonialismo se mostró casi como un fenómeno natural de la historia humana, por el que unos países poderosos se apoderaban de otros, supuestamente para llevarles civilización y progreso. Pero la independencia de América Latina desnudó y fracturó al sistema colonialista y mostró al mundo el genuino espíritu de progreso de nuestros pueblos, que se negaban a seguir enriqueciendo a potencias extranjeras, para pasar a enriquecerse a sí mismos.
Ya en el siglo XX, el avance del proceso de descolonización en África y Asia dio paso a la idea económico-social del “desarrollo”, vista como una ruta de liberación de la dominación externa y la explotación interna. Se la concibió como la capacidad nacional de generar riqueza, para garantizar prosperidad y bienestar a sus ciudadanos. Pero también como un cambio en las relaciones de clases o grupos humanos, para evitar que esa riqueza se concentrara en los sectores dominantes y, más bien, se repartiera de modo más equitativo entre toda la población. Ese reparto debía darse en forma de mejores salarios y también a través de bienes y servicios distribuidos por la autoridad republicana, es decir, por el Estado nacional.
Esta suma de ideas fue incorporada al acervo universal por la ONU, a través de organismos especializados como la Cepal, la FAO o la Unicef y, además, por medio de sus reuniones, conferencias, acuerdos y declaratorias.
También fueron estas ideas las que inspiraron planes políticos como el “Nuevo Trato” estadounidense o procesos de desarrollo regional como la “Autoridad del Valle del Tennessee”, que dio lugar al nacimiento de la mayor empresa pública de energía de los EE.UU.
Empero, a partir de las últimas décadas del siglo XX, las ideas neoliberales regaron por el mundo la idea de que toda intervención estatal en la economía era intrínsecamente perversa y que, por tanto, también lo era cualquier idea de desarrollo nacional autónomo y, más todavía, si implicaba reparto social de la riqueza.
Por el contrario, el neoliberalismo planteó que el desarrollo solo podía conseguirse mediante una apertura total de las economías nacionales a las inversiones del capital transnacional, una acumulación de la riqueza en manos de los empresarios y el aprovechamiento de la “vocación productiva” de cada país, concepto que buscaba mantener la vieja división entre países industriales y países agroexportadores, es decir, entre países dominantes y dominados.