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El Telégrafo
Antoni Gutiérrez Rubí

El desafío de la desigualdad

28 de febrero de 2016

El pasado 18 de enero, la ONG internacional Oxfam Intermón publicó un nuevo informe sobre la desigualdad bajo el contundente título Una economía al servicio del 1%. Este informe toma como punto de partida el principal hallazgo del último Global Wealth Report: el 1% de la población mundial acumula más riqueza que el 99% restante.

Nos encontramos ante una crisis de desigualdad sin precedentes, así de claro y duro. En 2015, sólo 62 personas poseían la misma riqueza que 3.600 millones (la mitad más pobre de la humanidad), cuando, no hace mucho, en 2010, este número era de 388 personas. La riqueza de estas 62 personas se ha incrementado algo más de medio billón de dólares desde 2010 (un aumento del 44%), mientras que la de la mitad más pobre se ha reducido en más de un billón de dólares (una caída del 41%). Y un dato aún más crudo: los ingresos medios anuales del 10% más pobre de la población mundial han aumentado menos de tres dólares al año en casi un cuarto de siglo. La brecha social aumenta, menos ricos se vuelven más ricos y más pobres se vuelven más pobres.

El informe de Oxfam fue lanzado estratégicamente unos días antes del Foro Económico Mundial (WEF, por sus siglas en inglés), la cita a la que acuden todos los años los principales líderes empresariales, políticos e intelectuales para analizar y discutir los problemas globales y, en consecuencia, desarrollar agendas de acción colaborativa. Precisamente, la desigualdad, y la necesidad de lograr un crecimiento económico inclusivo, ha sido uno de los 10 desafíos globales de este año. Incluso el papa Francisco, en el mensaje inaugural que dirigió a los organizadores y participantes del WEF, pidió: «¡No se olviden de los pobres! Este es el principal desafío que tienen ustedes, como líderes en el mundo de los negocios».

La distribución de la riqueza es también el tema central de uno de los libros de economía más brillantes y exitosos de los últimos tiempos: El capital en el siglo XXI de Thomas Piketty, el cual ya lleva vendidos 2,3 millones ejemplares. Con su texto, el autor francés logró reubicar el tema de la desigualdad en el centro del análisis económico y replantear buena parte de las teorías propuestas a lo largo de los siglos XIX y XX. Aunque, vale decir, que él no es ni ha sido el único que lo ha intentado en los últimos tiempos. El nobel Joseph Stiglitz, por ejemplo, lo ha hecho con El precio de la desigualdad (2012) y con su recientemente publicado La Gran Brecha. Qué hacer con las sociedades desiguales (2015). Después de años de silencio y omisiones, los grandes economistas de la actualidad (hay que sumar a Paul Krugman, Tony Atkinson, James Galbraith, entre otros) se están ocupando de colocar a la desigualdad en el tope de la agenda política, donde debería haber estado siempre.

En su libro, Piketty, tras estudiar 250 años de historia económica en más de 30 países (merece la pena echar un vistazo la World Top Incomes Database), descubre que «desde la década de 1970 la desigualdad creció significativamente en los países ricos, sobre todo en los Estados Unidos, donde en la década de 2000-2010 la concentración de los ingresos recuperó ―incluso rebasó ligeramente― el nivel récord de la década de 1910-1920…». Los países emergentes no corrieron mejor suerte.

Tal es así que América Latina, a pesar del crecimiento de la última década y de la aplicación de eficientes políticas redistributivas, sigue siendo la segunda región más desigual del planeta (52,9% en el índice de Gini), sólo superada por África subsahariana (56,5%). Leonardo Gasparini, director del Centro de Estudios Distributivos, Laborales y Sociales (CEDLAS) lo explicaba de la siguiente manera: «América Latina es muy desigual desde la colonia. Parte de las brechas actuales tienen su raíz en una larga historia de sociedades elitistas, con sistemas políticos poco democráticos y modelos económicos excluyentes. Los avances que se lograron a partir de 2000 sólo han compensado la profundización de la desigualdad en la década de los 80 y 90». Los avances y esfuerzos de la última década ―incluida una reducción de la pobreza del 30 % y un descenso del coeficiente de Gini de 0,54 a 0,5— fueron, pues, insuficientes.

¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Cómo es que hemos creado un modelo económico que beneficia sólo al 1% de la población mundial? Una de las causas más directas de esta crisis de desigualdad es el aumento del rendimiento del capital frente al trabajo. El capitalismo concentra la riqueza, cada vez, en menos manos; o lo mismo en un lenguaje más técnico: la tasa de retorno del capital supera a la tasa de crecimiento del ingreso, por lo que la participación del capital en el producto total tiende a incrementarse (el programa Efecto Naím lo explica en un sencillo vídeo de 19 segundos). En prácticamente todos los países, la participación de los trabajadores en la renta nacional se ha ido reduciendo, mientras que la de los dueños del capital (propiedades, acciones, inversiones…) ha ido creciendo de forma exponencial y constante.

Además, el fenómeno de la evasión y elusión fiscal empeora las cosas. Según el economista francés Gabriel Zucman, autor de un estudio titulado Taxing across Borders: Tracking Personal Wealth and Corporate Profits, la riqueza escondida por las personas físicas en los paraísos fiscales del mundo asciende a 7,6 billones de dólares ―una cifra que es mayor al PIB de Alemania y Reino Unido—. La fuga descontrolada de capital causa ingentes pérdidas de ingresos a los sistemas fiscales nacionales; y así, los más ricos, al pagar menos impuestos, hacen que aumenten las desigualdades, entre países y dentro de ellos.

Pero el verdadero germen de esta crisis de desigualdad es otro, bastante más sencillo: nos lo creímos. El pensamiento económico hegemónico, los líderes políticos y gran parte de la sociedad creyeron, durante décadas, que la desigualdad era parte del modelo y que era condición de posibilidad para el progreso y desarrollo económico del planeta. Es el supuesto carácter autoequilibrado del crecimiento, lo que se conoce como la curva de Kuznets y se basa en la idea de que la desigualdad económica aumenta con la industrialización y el desarrollo para luego disminuir con la madurez económica. Una idea que Piketty critica especialmente en su libro: «la mágica teoría de la curva de Kunetz fue formulada en gran medida por malas razones, y su fundamento empírico es muy frágil». Así, la pregunta con la que tituló Zygmunt Bauman uno de sus últimos libros (¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?) hoy parece que tiene una única respuesta, indudable, irrebatible, obvia… pero durante años fue la creencia (o la promesa) dominante.

El sistema y la situación actual son fruto de decisiones políticas deliberadas, de una agenda que durante años estuvo demasiado influenciada por lo que George Soros-incluso siendo un reconocido partidario del liberalismo económico— llamó fundamentalismo de mercado. Vivimos las secuelas de una excesiva confianza que se depositó, durante décadas, en el mercado. Y si la política es parte del problema, también lo será de la solución. En una imprescindible y reciente entrevista de Moisés Naím a Thomas Piketty, el francés sostiene que «necesitamos mejores instituciones democráticas, fiscales, sociales, educativas. Necesitamos instituciones más fuertes para asegurar que el poder del capitalismo y las fuerzas del mercado trabajen para el bien común».

Hay que ir en busca, primero, de un compromiso colectivo real; que la desigualdad se reconozca como desafío global es necesario, pero no suficiente. Es tiempo de actuar y tomar decisiones... globales, regionales y locales; de corto, medio y largo plazo, de emergencia y estructurales. (O)

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