La ciudadanía menos manipulable y más comprometida ha tomado la palabra para criticar las decisiones del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial en las causas abiertas contra Baltasar Garzón. Los jueces pueden refugiarse en su saber de tecnócratas y cerrar los oídos a la crítica. Pero tal vez haya todavía demócratas que quieran una meditación social sobre la justicia.
Una evidencia nos ha impuesto el marco de discusión: las garantías legales, imprescindibles en un Estado de derecho, no han servido en el caso de la trama Gürtel para hacer justicia sino para blindar a los corruptos. Nadie pone en duda que una justicia democrática debe ser garantista. Pero tampoco puede extrañarnos que salten las alarmas cuando la ley se coloca al servicio del delito y contra el juez que lo persigue. ¿El fin justifica los medios? No, pero si nos olvidamos del verdadero fin de la justicia resultará fácil que, como ha ocurrido en este caso, el derecho se convierta en un medio de los poderosos para ocultar sus desmanes. Esa es la situación española actual. Mientras se criminaliza la pobreza, mientras se va hacia un procedimiento clasista en los nombramientos del poder judicial, mientras se olvidan las garantías de los más necesitados, la totalidad de las asociaciones judiciales aplauden sentencias que juegan de manera decidida a favor del dinero y de las corrupciones políticas.
La manera desorientada y gremial con la que ha actuado la asociación Jueces para la Democracia, hasta ahora un referente en la meditación progresista sobre el derecho, supone una verdadera catástrofe ideológica. Cuando más falta hacía hilar fino, predominó también en esta asociación la brocha gorda de las envidias profesionales y el peso de la burocracia jerarquizada.
Los ciudadanos esperábamos una reflexión ambiciosa sobre la defensa de la justicia internacional y los derechos humanos. La causa abierta contra Baltasar Garzón por investigar los crímenes del franquismo ha desacreditado a la democracia española en otros países. Aunque esto es grave, hay algo peor: el espaldarazo de impunidad que han recibido en sus guaridas los tiranos del mundo.
Los ciudadanos esperábamos una meditación inteligente sobre las relaciones entre justicia y sociedad. Es cierto que los tribunales han dado espectáculos sectarios y bochornosos a la hora de interpretar las leyes. Pero la causa no está en la soberanía popular o parlamentaria como concepto, sino en la irresponsabilidad de un partido que suele llevar sus derrotas políticas a los órganos judiciales. Más que una politización de la justicia hemos soportado una judicialización de la política o una pérdida de soberanía.
Los ciudadanos esperábamos un análisis serio del furor populista. Cuando se quieren reformar leyes a golpe de escándalo, cuando la demagogia sentimental, calentada en el horno de un crimen mediático, sirve para justificar el endurecimiento generalizado de las penas, se produce esa degradación de la democracia tan denunciada por juristas como Luigi Ferrajoli. Pero resulta gravísimo no saber distinguir entre el amarillismo y el deseo cívico de un derecho justo.
El derecho y la justicia forman una hermandad llena de sutilezas y fracturas. En épocas progresistas, los intérpretes de la ley suelen extremar el derecho en favor de la justicia. En épocas reaccionarias, se extreman los procedimientos jurídicos para ocultar las injusticias sociales. Por eso algunos países latinoamericanos están acostumbrados a temblar cada vez que uno de sus políticos invoca el Estado de derecho. Los ciudadanos españoles también empezamos a temblar.
Un juez es un representante del Estado. Los Jueces para la Democracia podían habernos ayudado a meditar sobre el valor cívico de la vigilancia y la colaboración judicial en las operaciones policiales. Podían incluso haber explicado que si un magistrado extrema la ley en busca de la verdad, hay otras instancias que supervisan, anulan pruebas y garantizan derechos. Una interpretación errónea no es una prevaricación. Pero en vez de liderar la meditación social, los Jueces para la Democracia se abandonaron también al canibalismo profesional y a la jerarquía. Cuando más necesitábamos un proceder perfecto, ha predominado la imperfección.