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El Telégrafo
Aníbal Fernando Bonilla

El derecho a la vida en las orillas del mar

15 de septiembre de 2015

José Saramago habló con escepticismo de la esperanza, ya que para el escritor portugués las realidades debían tener respuestas palpables en tiempo presente y no en la etérea atmósfera del futuro. Postura ciertamente pragmática que permite cuestionar aquella retórica de los gobernantes, quienes hacen de la esperanza un motivo de ilusión en los afanes de prosperidad social. En el orbe se vuelve manido escuchar la sugerencia de no perder la esperanza respecto de los días venideros, en medio de incertidumbres y carencias materiales y espirituales.

Con lo citado, ¿acaso la esperanza se vuelve un sofisma que esconde la tragedia del hombre en la era globalizante?

Los hechos que sacuden las costas europeas nos dejan sin palabras. Sin aliento. Sin certezas. Sin confianza en el prójimo. Sin sol para el mañana. Sin ganas de pronunciar el término esperanza dentro del léxico cotidiano. El éxodo de miles de personas de Medio Oriente y África -bajo el control de mafias y redes traficantes- que huyen del fanatismo y la intolerancia es la mejor muestra para entender que algo anda mal en el modelo mercantilista aplaudido y sobrevalorado desde Occidente. Ya lo dijo Eduardo Galeano: “Este sistema enfermo de consumismo y arrogancia, vorazmente lanzado al arrasamiento de tierras, mares, aires y cielos, monta guardia al pie del alto muro del poder. Duerme con un solo ojo, y no le faltan motivos […]. Nos han impuesto el desprecio como costumbre. Y ahora nos venden el desprecio como destino”.

Desprecio que se verifica en las líneas fronterizas en donde se reproducen episodios vergonzantes que van en detrimento de la conciencia colectiva, sin que interese la afectación de los derechos humanos ni la impronta de la eticidad ciudadana, con lo cual se pone de manifiesto un retroceso histórico en las propias entrañas del Viejo Continente. Los flujos migratorios son enormes, así como la indolencia y falta de gestos solidarios por parte de naciones que no encuentran respuestas concretas a un drama humano. A ratos, queda la impresión de que los cálculos políticos -liderados por la mano dura de Berlín- prevalecen ante el sentido común de la ayuda a seres que aspiran al estatus de refugiados. No es necesario un amplio conocimiento de las relaciones internacionales para deducir que lo que en estos momentos se requiere es una aplicación urgente de asistencia de los Estados a través de programas de carácter humanitario.

No hay que olvidar que las mujeres y hombres desplazados de su suelo originario escapan de brutales enfrentamientos bélicos y sus secuelas, muchos de ellos abastecidos para el efecto del cómplice negociado de varios países que actualmente se rehúsan a asumir compromisos altruistas, desde una mirada global de la que tanto alarde hacen en sus afanes expansionistas del libre mercado.

Es ciertamente impensable que se dilapiden recursos para un irracional gasto armamentístico, en tanto para blindar esta escalada de desplazamiento masivo no exista decisión política, disponibilidad financiera ni voluntad operativa.

La muerte del niño sirio Aylan Kurdi estremeció al mundo. Su imagen quedó en la retina del dolor. ¿Cuántos cadáveres más se requieren en las orillas para que el mundo se despierte del letargo? En este escenario cruento de oprobio, ¿cabe aún aferrarse a la esperanza?

En tanto, vuelvo a Galeano: “En la civilización del capitalismo salvaje, el derecho de propiedad es más importante que el derecho a la vida”. (O)

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