Entonces para debatir no es necesario, eventualmente, coincidir. La tozudez parió con Adán. Lo que buscamos, en el fondo, es convencer y convergir. Es decir, crear los espacios del debate, a través de los cuales vamos a llegar al tercer espectador. Un espectador que, en la modernidad, ha explotado el ciberespacio para ser, aunque tangencialmente, partícipe del debate. Lo cual, a su vez, ha degenerado en el no debate de los 140 caracteres y en la homogeneidad del círculo cibersocial.
Nos encontramos con un ciudadano (en el término más extenso de la palabra) que ha construido las plataformas, pero no ha podido ahondar en el tema. Un ciudadano que debate entre similares y, cuando se cuela un inoportuno, polemiza sobre campos epistemológicos opuestos. Y esto último parece ser un reflejo de la calidad del debate que se da en las esferas de donde se deberían nutrir los ciudadanos-espectadores. La dimensión del debate entre un cristiano y un ateo sobre la existencia de Dios debe ser pensada hacia el público, no hacia los debatientes ni hacia Dios. La dimensión del debate entre cristianos de diferentes denominaciones acerca de la precisión de la Septuaginta debe ser pensada hacia el cristianismo, hacia el público y hacia Dios. Debemos entender la naturaleza y el objetivo del debate.
Por eso, es en la naturaleza de nuestros discursos en donde no estamos dispuestos a crear los espacios que generen un debate. Creemos en la validez de los discursos que destruyen. Porque es fácil y es cómodo. Y es twitteable. Y la destrucción no necesita de la base indispensable para crear un discurso que edifique y que, además, sea aceptable. Es decir, el discurso que descalifica (y encima lo hace desde la facilidad del insulto) no es una puerta hacia el debate. Es, más que nada, el estancamiento en nuestra pequeña y limitada verdad. Es la comodidad de creerse señor de las verdades y las conciencias ajenas.
Parece una fobia al debate. A presentarse abiertos ante un público que se ha acostumbrado a la polarización individual porque parece quedarse sin otra alternativa. Entramos al debate con la idea a priori de no escuchar, simplemente, lo que la otra parte tiene que decir. Para poder explotar el debate en su verdadera dimensión, es importante saber que su capacidad de redimir se logrará únicamente a través del espectador y su postura. O entender que el resultado no es el convencimiento del “opositor”, sino la llegada a un acuerdo con la carga de las diferencias encima.