En general son los pueblos indígenas los que han estado más cerca de la Pachamama, los que más valoran la conexión con esa madre generosa que es la tierra y los habitantes de la misma.
Son los pueblos indígenas quienes han sacado de la tierra todo lo necesario para la vida y conocen la necesidad de protegerla, de no agredirla, de velar porque se regenere, obtenga los nutrientes, descanse.
Sin embargo de ello, hemos visto a lo largo de las pasadas dos semanas, como una movilización indígena, convocada y motivada por sus líderes, en su marcha hacia las ciudades, pequeñas o grandes, van sembrando una ola de destrozos entre los que se pueden advertir como los más recurrentes, el corte de árboles y su quema, la ubicación de neumáticos que también son incinerados y arrojan una densa columna, contaminante, a la atmósfera.
No sé si alguna persona o institución está contabilizando cuántas llantas se han quemado en estos días, cuántos árboles se han cortado e incinerado en las vías, sean estas carreteras concurridas o inclusive caminos vecinales, de menor acceso. Seguramente nos quedaríamos sorprendidos al enterarnos de los números, así como de cuánto humo nocivo y contaminante se ha lanzado a la atmósfera.
Y eso que no hablo aquí de las víctimas humanas que han ocurrido en estas jornadas de protesta, muertos y heridos, o al costo económico del cierre de vías, las violencias cometidas, la imposibilidad de continuar con procesos productivos y de abastecimiento de los mercados. Solamente nos referimos al gran costo ambiental que las protestas en nada pacíficas han generado.
Me parece que hay que hacer conciencia de lo que esto significa, en cómo por un lado nos llenamos la boca de las alertas ambientales y proclamamos un país libre de minería o sin la presencia de transgénicos, pero por otro lado viene la hipocresía de nuestro diario actuar y de situaciones como las que he descrito que están en total discrepancia con lo que se predica.