En los años 90 imperó en América Latina el “Consenso de Washington” como recetario obligado para que las economías de la región salieran de la crisis de la deuda y aseguraran el crecimiento.
No se consiguieron los objetivos, no hubo crecimiento y sí, en cambio, varias crisis financieras. Sin embargo, las políticas del Consenso se convirtieron en el catecismo para aplicar a todos los países en vías de desarrollo, el núcleo del neoliberalismo. Europa participaba en el tal consenso en la medida en que sus países forman parte de los organismos financieros que lo apoyaban, singularmente el FMI y el Banco Mundial. Participaba del lado cómodo, acreedor, de la situación. Y, de pronto, se ha encontrado del lado malo, ha visto cómo esos mismos organismos y los “mercados” , la trataban como países en desarrollo y se le aplicaba el mismo Consenso de Washington, solo que aquí pasa por ser en la práctica una especie de “consenso de Bruselas” que apenas oculta que, en realidad, es un “consenso de Berlín”.
Porque el elenco de medidas, el trágala a que se forzó a los países latinoamericanos en los 90 es en esencia el mismo que viene administrándose a los países europeos desde que se inició la actual crisis. El mismo. Empezando por el punto primero que, en realidad, es requisito de todos los demás, esto es, la disciplina presupuestaria.
Las otras medidas son también exactamente iguales y, si alguna diferencia se da, es porque en Europa ya llevamos años practicándolas, como la privatización del sector público, la desregulación de los mercados, la rebaja de impuestos a las rentas altas, la privatización de los servicios públicos, especialmente la educación y la sanidad como muy bien está viéndose en España.
Siendo el “consenso de Bruselas” idéntico al de Washington (en todas sus variantes) lo lógico es suponer que su resultado sea el mismo que en América Latina, esto es, una “década perdida”, como recordaba Felipe González en una de esas reuniones de alto nivel en Hispanoamérica. Es cierto que ello no tiene por qué ser así, ya que las mismas medidas aplicadas en contextos distintos pueden dar resultados distintos, pero lo más probable es que sean los mismos. Los seres humanos nos parecemos mucho.
Hay una especie de expectativa generalizada de que si los franceses eligen a Hollande presidente, se rompa el eje Francia-Alemania (que en realidad es eje Alemania-Francia) y pueda articularse una alternativa al consenso neoliberal.
Es una expectativa que se nutre de la importancia objetiva de Francia en la Unión y que, probablemente es lo que más pesa en la ventaja en intención de voto de Hollande respecto a Sarkozy a quien un electorado con el nacionalismo herido no ve suficientemente eficaz en la defensa de la grandeza francesa frente a las imposiciones alemanas. Algo terrible en el país vecino. No como aquí, en donde la derecha combatió junto a los nazis en la División Azul.
El eje de la campaña de Hollande ha sido ese: el impacto en Europa de un cambio político de la derecha a la izquierda en Francia; la afirmación de la importancia de Francia y de cómo esta volverá a imponer su punto de vista reorientando una Unión que va por mal camino. Algo que Sarkozy no puede ni prometer después de cinco años de mandato en que no ha conseguido nada de lo anterior.
Precisamente el hecho de que, por primera vez, Merkel haya dicho que, si la política de disciplina es prioritaria, en inmediato segundo lugar viene la de crecimiento, demuestra que puede estar preparándose para un entendimiento con la izquierda europea en el que alienta la posibilidad de que las políticas de estímulo permitan soslayar el efecto destructor del consenso neoliberal.
La esperanza está en la izquierda. Otra cosa es que esta consiga articularla en términos prácticos y viables. Ahí tiene su reto, en la transformación del reformismo de discurso en hecho.