Hasta hace poco tiempo los circos marcaban el tiempo en los pequeños pueblos de la Costa; llegaban nuevamente cuando la Tierra alcanzaba el punto donde el círculo de la órbita renacía; entonces se abrían como un toldo en floración para cobijar un límite de retazos. En el circo, solo en el circo, los hombres voladores patinaban sobre el aire y vencían la gravedad, sostenidos por las miradas verticalizadas y en suspenso.
El circo se sostenía sobre la más fantástica, fresca, redonda y liviana ingeniería. Aparecía de la nada en el mismo terreno baldío de siempre y se empinaba sobre tierra, como una analogía de montaña. Nunca se cayó un circo.
Debajo del cielo del circo olía a canguil de olla, mal reventado, con pepitas fracasadas llenas de sal. La funda de papel de empaque a un lado hacía el equilibrio del otro, donde flotaba un algodón de azúcar, regalo de goma dulce derritiéndose sobre el traje nuevo.
En el circo se mordía la manzana acaramelada, la única que recordaba el color rojo del día en que había nacido el circo, que en el tiempo quedaba con hermoso ropaje descolorido.
El brillo del Circo resplandecía en la piel de los voladores, en la voz del presentador y en el mambo de la iniciación. Hubo muchos circos grandes e internacionales, pero la mejor síntesis circense estaba en las pequeñas carpas.
Lo único que lo ataba al mundo real era la jerarquía marcada por el palco, la luneta y la galería. Por eso las carcajadas eran disonantes, aunque estuvieran envueltas por el mismo gran pañuelo.
El circo llegaba al fin del mundo, al pie de la última tablada, al final de la ‘viravuelta’, a todos los pueblos campesinos, justo después de la cosecha de maíz o de la recogida del café. No todos los días había circo, solo en momentos marcados por el calendario, cuando se tejían los tiempos de la virgen y la cosecha.
Un día llegó un circo pequeño a Santa Ana, población de Manabí, centro de acopio de la tagua que se exportaba a Alemania, a principios del siglo XX, lugar donde los buenos y malos comerciantes usureros recibían la cosecha y trampeaban en las romanas, cuando no, devengaban el anticipo entregado tiempo atrás a los campesinos, quienes al final renovaban la deuda infinita.
En aquellos tiempos, cuando la carpa se desplegó en Santa Ana, un poeta de raigambre campesina, describió en versos el milagro del circo: “La noticia era grande, más alta que la torre, donde habitaban alas fatigadas y reflejos de lunas. ¡Había llegado el circo¡ Lo dijeron cien, quinientas, mil bocas. La alegría, en las calles, hacía olvidar la muerte.
¡Ah la carpa¡, tenía unas aberturas hacia el cielo, por donde veían, sin pagar nada, las estrellas. Y los hijos de pobres hubieran querido ser estrellas. Me solté de la mano del tiempo, que quiso hacerse el tonto, y caminé despacio, la cara hacia el pasado. Había llegado: un vuelo de programas, una alegría barata de payasos. Había llegado, con la sucia carpa, un milagro de sedas y colores”.
El circo, la carpa, los colores, el mambo y los voladores, junto a las miradas campesinas después de la cosecha. (O)