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El Telégrafo
Rebeca Villota

El Camino de Santiago

23 de octubre de 2022

El Camino de Santiago empezó en mi casa algunos días antes del viaje. Pese a la gran cantidad de información sobre el Camino que existe hoy en día, uno no sabe realmente a lo que se va a enfrentar. Múltiples preocupaciones rondaban mi cabeza. Ya cerrada la maleta y rumbo al aeropuerto me preguntaba si llevo todo lo que iba a necesitar. Repasaba una y otra vez si metí los zapatos, las medias, los curitas, la vaselina, las pastillas, la gorra y así una lista interminable de cosas que debía tener para realizar el Camino, sin contratiempos. La angustia se incrementa cuando al llegar al destino uno comprueba los olvidos. Faltan pocas horas para empezar a caminar y la incertidumbre ante lo desconocido aumenta.

Llegó el día esperado, son las siete de la mañana, pero parece como si fueran las cinco. El sol no ha salido aun y hace frio. La mochila está cargada con todo lo que uno cree que va a necesitar durante la jornada. Agua, barras energéticas, medicinas, bloqueador, chompa, gorra y un sinnúmero de cosas más.

Ilusionada, empiezo a caminar por un sendero de tierra, siguiendo las flechas amarillas que me guiarán todo el trayecto.

Cruzo paisajes hermosos de la ruralidad gallega.  A mi alrededor muchos peregrinos de toda edad. Unos van solos, otros en grupo. Me llama la atención una pareja de origen asiático que lleva un perrito en su mochila, un grupo de jóvenes estudiantes que van cantando y un padre de familia con dos niños pequeños, que van jugando toda la jornada.

Los 25 kilómetros del primer día pasan relativamente rápido. Múltiples temas y conversaciones nos acompañan durante el trayecto. Mi cuerpo responde, pero las piernas duelen mucho.  Los pies están cansados, pero sanos. Doy gracias por ello.

Empiezo el segundo día con nueva ilusión, pero me pesa la mochila. Siento que me impide avanzar.

Las jornadas continúan. Me he dado cuenta de la cantidad de cosas materiales de las que puedo prescindir. Aliviano mi mochila, no cargo casi nada para poder avanzar.

Cada día es diferente y hermoso.  Empiezo a sentir la necesidad del silencio. Me hago a un lado del camino cuando escucho a personas que se aproximan hablando en tono alto.

El ritmo de los primeros días disminuye. El objetivo es cumplir la etapa, no llegar primeros y para ello no hay que correr. Hay que hacerlo con paciencia y sabiduría.

Nadie escapa al dolor en el camino. Tarde o temprano el cuerpo pide pausa. Todos sentimos lo mismo. Nos ayudamos, pero el esfuerzo es personal. Cada uno se hace cargo de sí mismo. El paso es de cada uno, al igual que en la vida.

Cada etapa siento que me convierto en una persona distinta. Hay momentos en que no quiero dar un paso más. Debo hacerlo, no puedo detenerme.  Hay que vencer el clima, las condiciones del terreno, el dolor y el cansancio. Quienes me acompañan me dan una mano, pero el paso lo tengo que dar yo.

Sin importar si el motivo por el que uno hace el Camino de Santiago es religioso o espiritual, uno debe encontrar cada día las razones para avanzar y seguir adelante. El Camino es un reflejo de lo que nos sucede en la vida misma. Pese a todas las dificultades uno no puede dejarse arrastrar por lo negativo. Hay que hacer del optimismo, una filosofía de vida.

Recorrer cada día hermosos paisajes cargados de historia y belleza hace del Camino de Santiago una experiencia mágica que nos permite conectarnos con uno mismo.  Lo que hizo el Camino en mi vida es único, enriquecedor, muy personal, que no lo olvidaré jamás.

El viaje despierta todo tipo de emociones: tolerancia, frustración, vulnerabilidad, compasión con uno mismo y a la vez una alegría infinita.

He llegado. Gracias a los que me acompañaron en el trayecto y a mis hijos, Juan Pablo y Santiago, que guiaron todo mi camino. El uno en tierra y el otro en mi corazón.

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