La civilización occidental muestra todos los días signos de decadencia y cansancio. Desde la constante actitud inhospitalaria hacia los refugiados y migrantes por parte de ciertos países con todas las posibilidades económicas para acogerlos -actitud que en la Grecia antigua, cuna de la civilización, fue considerada como salvaje-, hasta la miopía que se expresa en una tecnología destinada exclusivamente a mantener la tasa de ganancia. Es probable que dos mil quinientos años después se levante la figura del cíclope Polifemo (el de muchas palabras) como una de las mejores representaciones de un nuevo ser humano, sin aprecio por los otros, por la ética, por la vida.
Un ser humano individualista, que justifica sus actos mediante una compleja industria lingüística y política que pretende la reproducción infinita de las condiciones de reproducción y ordenamiento funcional a sus intereses, dentro de una geopolítica capitalista acuñada con esmero en años de bárbaro colonialismo.
Siguiendo la metáfora planteada, es plausible imaginar que a ese monstruo incivilizado solo se le puede derrotar con astucia. Los ardides de la inteligencia en batalla contra la soberbia de la tecnología. La cerebralización del porvenir contra la descerebralización del presente. Y ese pensamiento que liberta de la hostil cueva donde habita el salvaje, ha sido construido precisamente por los nadie, por aquellos cuya inhumanidad es un cruel subproducto de la enajenación del trabajo y de la cultura. Ese pensamiento se denomina sencillamente “Buen Vivir”.
El Buen Vivir es primeramente resistencia y crítica a los imaginarios hegemónicos para ordenar el mundo, como el concepto del “desarrollo”. En esa medida, el Buen Vivir es una revalorización epistémica de los saberes locales; un acto político puro, ya que retoma la posibilidad de transformación de la vida, bajo criterios propios. (O)