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El Telégrafo
Ilitch Verduga Vélez

El botón de nácar

15 de abril de 2016

El hallazgo en el fondo del océano de un botón adherido a un riel de tren solventa el hecho de que ese objeto simple es el vestigio de un detenido desaparecido, que fue lanzado a sus aguas por los sicarios de la tiranía de Pinochet, y es el hilo conductor del último documental del cineasta Patricio Guzmán. Otro botón de nácar encontrado, en el mismo mar, cuyo dueño fue un indígena patagón -dado en pago por algún invasor inglés- completa el diagrama del filme. Ambos personajes desconocidos los portaron cada uno con intervalos de una centuria y corresponde a un mismo infortunio de naciones, aquellas de Latinoamérica, víctimas del coloniaje y de tiranías oprobiosas.

El guión de la película, premiado en el festival de Berlín con el Oso de Plata, que es la segunda parte de una trilogía fílmica cuyo nombre La memoria del agua solventa el valor histórico de la frontera marítima, y cuyo último tramo está planificado para ser ejecutado en el futuro cercano. El arte cinematográfico en su faceta documental ha tenido en Guzmán a un preclaro e importante realizador. Emocionados, hace algunos años, contemplamos su insigne La batalla de Chile. Una generación de creadores, cineastas, surgidos, antes, durante y  después del gobierno de Salvador Allende, que han dado lustre al cine continental, tales como Miguel Littín, Patricio Guzmán. Y los fallecidos, mis amigos entrañables, Raúl Ruiz, Ricardo Larraín. Y tantos más. Ellos no olvidaron la urgencia ideológica de reconstruir el devenir de los pueblos de América, en la lógica de la verdad.

El mar que baña la costa chilena corresponde a 2.670 millas de extensión, en sus profundidades se encuentran recursos ictiológicos enormes, pero también ha sido tumba ignota de los ejecutados por la dictadura genocida pinochetista, ya antes lo fue de otras masacres de obreros, las de Pisagua en épocas de la ley maldita, aquella instaurada por González Videla, en 1947. Nosotros en Ecuador tenemos también nuestros propios sepulcros acuáticos, allí reposan los exterminados el 15 de noviembre 1922 y el 3 de junio del 59. Todos, fruto del despotismo político y la intolerancia social, expresión violenta y vil de las élites, que previa y posteriormente a nuestra independencia de la metrópoli española dominan estas tierras. Sin duda es esencial que el intelecto de nuestros países busque, indague de modo exhaustivo, canales válidos para sustanciar, verter en obras como las de Guzmán la tragedia humana de estas patrias “tan lejos de Dios y tan cerca de EE.UU.”.

El comportamiento de la película que rememoro es impecable, desde el condicionamiento del relato en off, ejercido por el propio Patricio Guzmán, pasando por la recreación panorámica, con una fotografía en blanco y negro profunda, de indudable belleza, cuyos planos corresponden al paisaje antártico y de los mares australes, siempre pletóricos de exóticos misterios, pero que la magia y la estética de la imagen va develando con sabia pasión. El proceso de la acreditación de sucesos reales, acaecidos en mundos y épocas superpuestas, es resuelto con maestría por Patricio Guzmán.

Nada queda al azar, ni siquiera el decir, de evidencia irrefutable de identidad, de una sobreviviente de la matanza silente, ejecutada en esas tierras del fin del planeta. “Soy alacalufe”, afirma con absoluta convicción una de las últimas pervivientes de esos lugares abatidos por la exacción imperial realizadas en el siglo XIX. El piélago iluminado por la Cruz del Sur no solo tiene memoria, tiene la voz de la humanidad. Desde sus honduras llegan los gritos de la tierra para mostrar los horrores cometidos en América por los imperios coloniales del ayer y los de hoy. (O)

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