“No hay peor ciego que el que no quiere ver”, dice el viejo refrán popular que soltamos a quienes no se dan cuenta de algo. Es lógico, desde el afuera morboso y sin ser el implicado, todo está más claro.
Esta sencilla frase nos dice que para ver se necesita más que ojos; que se trata más bien de otro sentido que goza de astucia y perspicacia, y que podemos llamarle “atención”. La misma que requiere de la mente y demás sentidos: la mirada está fija, el cuerpo presto entre tenso y relajado, los oídos expectantes a cualquier estímulo, la respiración a ritmo cardiaco y la mente en blanco.
Aquella categoría cognitiva, la atención, soy osado en decir, jamás cuenta con un amplio jardín como para saltar y revolotear libremente, para fijarse en lo que de verdad importa frente a nuestras narices.
Estamos ciegos de repente o quizá hace siglos, pero no por esa invención de un llamado “déficit de atención”, más bien por tener la cabeza llena de… cosas, constante y continuamente: nuestros conflictos actuales y pasados, el trabajo, el ocio, el autoerotismo o las toneladas de series pendientes en Netflix.
“No ver” sería lo que nos hace insensibles ante los otros y ante nosotros. Es un punto de vista pobre y la atención perdida se acerca a una ceguera del ser. No comprendemos nuestro mundo, ni el de quienes nos rodean.
Si eso es tan difícil de ver, para entender y en lo posterior dirigir nuestras acciones, entonces imposible darnos cuenta de lo que ocurre social y políticamente. ¿Por eso la indolencia ante asesinatos, migración, pobreza, corrupción, desempleo?
No vemos el nuevo día que emerge, el sol que aparece, lo rescatable del hoy… lo que hablan los hijos, sus logros; a quien tenemos al lado, si damos o nos quita; al vecino y la mala/buena convivencia que llevamos. Hablo de una ceguera que mata la empatía social.
Tampoco queremos ver toda la corruptela correísta, la ignoramos, giramos la mirada. Pero eso no tiene que ver con la atención, aquello se llama deshonestidad intelectual. (O)