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El Telégrafo
Ramiro Díez

El animal que salvó una vida

06 de septiembre de 2013

Cuando los humanos enseñamos algo a otros animales, logramos que hagan cuatro piruetas en un circo o que nuestro perro nos salude con la pata extendida. Parece ser, sin embargo, que lo que de ellos aprendemos es mucho más trascendental. Una de esas grandes lecciones la recibimos de los leminges, roedores que son como pequeños ratones.

Los leminges habitan el norte del planeta y son los más grandes nadadores del mundo. Llega a tal su resistencia y capacidad, que este animalito puede nadar más de 40 horas, sin detenerse, hasta morir de físico agotamiento. Al terminar su maratón acuática, habrá perdido el 50% de su peso. Y su vida, por supuesto.

Pero hubo un experimento cruel que demostró el poder de la mente. Un leminge joven, sano, vigoroso, fue metido en una pecera, con agua hasta la mitad. El animalito empezó a nadar tranquilo, a reconocer el espacio. Dio dos o tres vueltas y descubrió que nunca podría salir de allí, por más esfuerzos que hiciera. De repente, el portentoso nadador, sufrió un brusco cambio: sus ojos se brotaron de pánico, abrió la boca, sacó la lengua desesperado, intentando tomar más aire, y su cola, que antes era poderoso timón, ahora lo hundía con cada movimiento. Habían transcurrido apenas 7 minutos. Normalmente podía nadar 40 horas. Sin embargo, de golpe, el pequeño roedor tuvo un infarto que acabó con su vida. El científico escribió: “lo mató la angustia.”

Y se repitió el experimento. Otro leminge joven fue arrojado a la pecera. De nuevo, las mismas escenas. A los pocos minutos el animal mostró iguales síntomas de espanto y antes de que colapsara el científico lo puso sobre una balsa con alimentos y algodones tibios. Pero después vino otro momento peor.

Cuando el animalito ya estaba tranquilo, el mismo científico le quitó la balsa, y otra vez tuvo que nadar. Pasaron 10 minutos, y luego dos horas, y seguía tranquilo. Así, superó las treinta horas de natación, sin signos de desespero ni de asfixia, aunque estaba tan perdido como al principio. Al final, el científico lo rescató y lo dejó en su jaula.

La razón de su resistencia era que el pequeño animal seguía imaginando que el destino generoso le cruzaría, otra vez, una balsa con algodones y alimentos tibios. El científico escribió en el informe: La esperanza lo mantuvo vivo.

Un lector de esta columna me contó que, en alguna ocasión, se paró en la cornisa de su departamento, en el séptimo piso, dispuesto a arrojarse al vacío. Entonces imaginó algo que lo hizo persistir en su lucha de cada día. Y se salvó, como el leminge.  Esa historia nunca la voy a contar. Pero que nos quede clara la lección del pequeño roedor: cuando todo esté perdido, si queremos sobrevivir, si no tenemos una balsa de salvación, debemos imaginarla.

También, en el ajedrez, la imaginación rinde sus frutos.

Ribkyn vs. Marshenko. Wiesbaden, 1974

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