La situación política mundial reviste fragilidades que se ponen de manifiesto en varias ocasiones, y que ponen en vilo al mundo pero que al mismo tiempo causan mucho dolor y preocupación en los pueblos que se enfrentan.
Esta vez el turno es el de dos naciones vecinas: la república de Azerbaiyán y la república de Armenia, reclamando derechos tradicionales y espacios geográficos que se encuentran en disputa y que colocan a las potencias globales en uno y otro bando.
He visto dolorosas imágenes de niños y jóvenes azeríes devastados por las bombas, quemados por el fuego, así como la histórica ciudad de Ganyá, cuna del extraordinario poeta Nizami Ganjavi, duramente afectada como resultante de la guerra desatada.
Estamos en el tercer milenio, las conquistas del espíritu humano son extraordinarias, lo han elevado a remontarse al espacio, a explorar el infinito y también a trabajar con las moléculas más pequeñas. La maravilla de las composiciones musicales, la magia de la palabra, las obras de arte creadas en base a algoritmos dotados de movimiento propio, hacen que pensemos que el ser humano debería dejar de ser un depredador, y se transforme en más humano, más solidario, más confiables los unos en los otros.
Por ello sorprenden los amagos de guerra, los ataques, las muertes y es necesario que el derecho internacional se imponga, que sean los organismos internacionales, los arbitrajes, los que se hagan cargo de esta situación como de otras que desgarran la tierra y causan tanto dolor y tanta muerte.
Hay una tregua establecida entre los gobiernos de los dos países, esperemos que sea definitiva, que no tengamos que lamentar más pérdidas y que los buenos oficios de la diplomacia internacional logren el objetivo supremo de la paz.
Las guerras, los heridos, los muertos, conducen a más violencias, se transforman en obstáculos insalvables a la hora de pensar en los acuerdos; por ello, mientras más pronto se consigan, serán mejor para las partes, para los bandos en conflicto.
Siempre he abogado por los beneficios de la paz, por la necesidad de dirimir las diferencias a través de los diálogos, por la posibilidad de sentarse alrededor de una mesa y encontrar que los conflictos pueden resolverse con argumentos y con razones que dejen de lado el ruido de las armas, el fragor de las batallas, el resultante en heridos y en muertes.