Si en algo estoy de acuerdo es en la necesidad de descorporativizar al Ejército ecuatoriano y realizar una revolución ideológica, cultural y social en sus filas para terminar con los privilegios de la jerarquía superior y sus nociones de casta y militarismo.
Desde hace más de doscientos años la jerarquía militar latinoamericana ha mantenido la idea de que los ejércitos conforman un cuerpo y una casta especiales. A finales de la Colonia, la monarquía promovió la formación de milicias para la defensa del imperio, cuyos miembros usaban vestimenta cargada de signos asociados a la jerarquía, el orgullo, la superioridad, la masculinidad y a la idea de pertenecer a una casta y un cuerpo diferenciados, lo cual derivaría después en un corporativismo típico del antiguo régimen.
Fue en el siglo XIX cuando se gestó el militarismo como resultado de una serie de factores entrecruzados, entre ellos las guerras de independencias que promovieron el desarrollo de grupos armados, primero para repeler el acecho del ejército español; después para decantar la correlación de fuerzas de las élites regionales que buscaban definir las fronteras de los territorios donde estaban las materias primas para la exportación, durante la primera fase de inserción al capitalismo mundial; finalmente para ejercer el monopolio de la violencia en contra de los campesinos y sostener, además, a los grupos de turno entronados en el Estado.
El militarismo latinoamericano, anomalía funcional a sistemas políticos no democráticos, es un efecto que convirtió a los ejércitos en cuerpos políticos dirimentes cuando se producían luchas internas entre las fracciones del grupo dominante, derivando en un poder que cobró sus servicios con fueros especiales, privilegios, oportunidades y espacio de gobierno, cuando no, mediante el ejercicio mismo de una dictadura. La forma piramidal mediante la cual se organizan los ejércitos, debido a una supuesta necesidad de jerarquía para mantener el orden, la coordinación y la comandancia en caso de guerra, ha permitido, por otra parte, que se afirme el militarismo, debido a que el origen de la fuerza está en la tropa, la cual también ha sido usada e incluso manipulada para fines políticos e ideológicos. El castigo al subalterno ha funcionado -además- como una técnica de coerción y dominación.
Aunque la institucionalización de los ejércitos ha pasado por épocas de modernización técnica, las nociones corporativas y de casta se mantuvieron, todo lo cual fue un caldo de cultivo para otra etapa nefasta en América Latina, cuando muchos ejércitos hicieron carne la Doctrina de la Seguridad Nacional, al servicio del imperio norteamericano, en su persecución contra los defensores del comunismo y el socialismo. El militarismo, en su distorsión, se opone a la democracia, en la que se busca consagrar el poder popular; desdeña el principio de subordinación al poder civil y relega a segundo plano las tareas patrióticas de proteger las fronteras sembrando la paz y sirviendo como fuerza organizada en momentos de catástrofes. En todo lo dicho, el militarismo contradice, por lo tanto, el concepto de Ejército patriótico y nacional al servicio de la democracia y la ciudadanía.
Atrás debe quedar el militarismo, para dar paso a un Ejército ciudadano, cuyos miembros tengan los mismos derechos y deberes que todos los ecuatorianos y, por lo tanto, pensiones jubilares fijadas con las mismas reglas de juego y normas que rigen para el conjunto de ciudadanos. Es inadmisible que cualquier soldado ecuatoriano, del nivel jerárquico que sea, desconozca al poder civil y al Comandante en Jefe elegido por votación popular, el mismo que, según la Constitución que nos rige, es el Presidente de la República. Es inadmisible, además, que desconozcan la orden constitucional que señala que las Fuerzas Armadas “serán obedientes y no deliberantes, y cumplirán su misión con estricta sujeción al poder civil”. (O)