Retomando el hilo de la entrega titulada “Para el Ejecutivo: insistencia en idea”, donde propuse que las reformas laborales contemplen la figura “estabilidad condicionada”, en pro de que en el país la oferta laboral del privado no solo compense la labor de la mano de obra vía remuneración económica (y no económica, como las condecoraciones al mejor esfuerzo del mes) sino también busque establecer relaciones de largo plazo con quienes cooperarán (y se unirán a quienes ya son parte de la organización) para alcanzar buenos márgenes de rentabilidad. Ahora, y no pronunciándome más sobre este hecho sino hasta cuando públicamente se conozcan tales cambios normativos, brindo respuestas a las interrogantes planteadas: ¿Hasta dónde controlar la permanencia del talento humano en la empresa?, y, ¿de qué manera leer el término “trabajo decente”?
Organización y el Individuo, y no Organización versus el Individuo (o viceversa); así debería asimilarse el vínculo laboral, para entonces discutir sobre la estabilidad del individuo en la empresa (el colaborador pasa a ser valorado, capacitado e influenciado a realizarse consiguiendo así elevar su carga motivacional y entrega), pero hasta cierto punto. ¿Cuál? Aquel donde el nivel de productividad llega a ser menor e inclusive –en el peor de los casos– desciende frente a la magnitud económica percibida como remuneración. Ese es el primer sensor. Empresarialmente incorrecto allí decidir continuar una relación humana-laboral con quien(es) se estancó(aron) o pasa(an) a anclar, de a poco, la intención “de muchos” de crecer, ergo continuar con empleo.
Jamás derechos conculcados, luz verde para la libertad de asociación o la propia permanencia en la plaza laboral son rasgos que definen al “trabajo decente”; el segundo sensor: que coadyuve a la dignidad propia y de los seres queridos, que se dé en igualdad de oportunidades, que vaya construyendo un retiro laboral anhelado… que nos vuelva más humanos. (O)