Hace algunos años, antes de la pandemia, moderé un conversatorio entre el cineasta Santiago Carcelén y la historiadora de arte Trinidad Pérez. El tema era la vida y obra de Camilo Egas, y nos reuníamos también a partir de la proyección del excelente documental de Santiago sobre este personaje. Fue una de esas veladas quiteñas tranquilas. La ciudad es muy buena para aparentar que no pasa nada relevante nunca, que nadie asiste a lo que se organiza, que no hay público (la eterna queja); pero cosas pasan todo el tiempo, debajo de nuestras narices, y a mí, por ejemplo, no me van a convencer de que esa noche no fue especial ni que Santiago y Trinidad no dialogaron brillantemente sobre el gran pintor quiteño.
Este jueves, el Museo Camilo Egas de Quito inaugura una muestra a partir de un concepto sencillo: traer el icónico cuadro “La Calle 14”, que es parte de la reserva de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, por primera vez a las salas del museo que lleva el nombre del artista, y que está a cargo del Ministerio de Cultura y Patrimonio desde el traspaso que se hizo de los Museos del Banco Central del Ecuador (esta entidad tuvo la iniciativa de abrir el Museo Camilo Egas en los años ochenta). La exposición incluye una mirada aguda sobre el interés que el pintor tuvo por el Realismo Social, no solo en el Ecuador, sino en Estados Unidos, adonde llegó hacia finales de los años veinte, justo a tiempo para ser testigo directo del famoso crack de la Bolsa de Valores de Wall Street.
Santiago Carcelén murió en diciembre del año pasado. Cuando me enteré de la noticia me puse mal. Habíamos dejado algunas conversaciones pendientes. Habíamos hecho planes para cenar juntos que se cancelaron por una razón u otra. La última vez que lo vi estaba adentro de una cafetería sobre la Av. Coruña. Lo vi desde la calle y decidí seguir mi camino porque estaba apurado. Debí entrar un rato solo para saludarlo. Me arrepiento tanto de eso. Pero me quedo con el gran recuerdo de haber conocido a un hombre bueno y complejo. Me quedo con algunos momentos de su documental que me fascinan e inquietan: la reconstrucción de una sesión con modelo desnuda en un taller de artista de principios de Siglo XX; el hijo de Egas rememorando el apodo de su padre: “Little Picasso”; la irritación del propio documentalista cuando le niegan la visa para ir a los Estados Unidos (la película se siguió rodando, de todas maneras, Santiago mandó un representante y se comunicaba vía Skype para estar al tanto).
En otro contexto, hace pocos días, una amiga guayaquileña preguntó por qué Camilo Egas tiene un museo propio y por qué eso no pudo haber pasado con otro/a artista. Es una pregunta válida. Mientras más museos mejor. Personalmente considero que tanto Egas como Guayasamín, que tienen sus propios espacios, se lo merecen; y, me parece que hay una deuda con el trabajo de Eduardo Kingman, que también se merece un museo propio (más allá del valioso trabajo que ha llevado a cabo Soledad Kingman en la calle Juan Rodríguez de La Mariscal, y en otros lugares). Víctor Mideros, en cambio, tiene espacios como el Carmen Alto que reúne muchas obras suyas. Pero, finalmente, toda decisión como esa es cuestionable. Lo que tuvo Egas fue a figuras como Jacinto Jijón y Caamaño y a Hernán Crespo Toral, entre otras, que velaron por su legado e hicieron posible algo así como un Museo propio. “Hay que conseguirse alguien así”, le dije a mi amiga.
La muestra en el Museo Camilo Egas también comenta el caso curioso del mural que Egas pintó en Nueva York a finales de los años treinta, en el marco de una Feria Mundial. Colaboraron junto a él, en esa obra, los jóvenes Eduardo Kingman y Bolívar Mena Franco. Sin embargo, a los representantes diplomáticos ecuatorianos de ese entonces, no les pareció una obra digna, ni un producto elegante ni un trabajo representativo de nuestro país. Ellos tenían otra idea del arte. Por eso, se piensa, el mural nunca llegó a Quito luego de la Feria, que, según un documento, habría sido el plan inicial. Desapareció en el camino. Una editorial independiente local, El Fakir, apostó por una muy buena novela gráfica que plantea una resolución imaginaria para el caso. Pero aquí no pasa nada.