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El Telégrafo
Sebastián Endara

La educación política

31 de julio de 2020

Si existiera una adecuada educación política en nuestro país, es decir si la educación política fuera un tema de verdadero interés para la reproducción del proyecto nacional estatal y el fortalecimiento del régimen democrático, no tuviéramos que vivir día a día la vergüenza de las prácticas corruptas de funcionarios públicos y políticos, ni la desazón de saber que así, no tenemos ningún futuro como república.

Porque el tema de la educación política, que en un momento fue pensado solo como un recurso de cohesionamiento ciudadano y por tanto su reducción a la “formación cívica”, o del empoderamiento del sujeto de derechos en su modalidad de “educación ciudadana”, va más allá de estos aspectos que de alguna manera se quedan en una instrumentalidad superada.

La educación política tiene que ver con la construcción de la civilidad, y esto quiere decir que el impacto de este tipo de educación se da en los ámbitos de la convivencia social más próxima, la construcción del espacio público, la organización y la acción colectiva, y la permanente búsqueda de la libertad.

La educación política tiene efectivamente que ver con una educación para la civilidad. La civilidad es el eje de una cultura que tiene como principio el aprecio y el mantenimiento de la vida, la hospitalidad, la solidaridad, la conciencia de la identidad y de la pluralidad de las personas.

Además, tiene que ver con el fomento de la ética más que como una reproducción de máximas, con el análisis permanente de la vigencia de las mismas en un mundo que cambia y que obliga a replantear de forma permanente las prioridades que tenemos como colectividad.

La educación política, esa educación que nadie toma en serio en este país, ni lastimosamente los mismos docentes, no es una educación para saber por quién votar en las próximas elecciones. Se trata de una educación básica para la construcción de un futuro mejor para todos y todas, un futuro de civilidad donde no tengan cabida las lógicas del “sálvese el que pueda” o aquella idea de la “ley de la selva” que en una sociedad súper desigual, cultural y económicamente, son normalizadas.

En estas sociedades el poder y el afán de poder se ejercen a través del autoritarismo y el patriarcalismo institucional, pero siempre hay el riesgo de que pueda darse la ruptura de esos paradigmas tradicionales por otros peores que provienen de los márgenes, de la cruda violencia y del desprecio de la vida. (O)

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