Vivimos en un momento de crisis sistémica. Por donde se vea el panorama social, vemos conflictos de todo tipo. Lo más interesante es que los múltiples dolores que nos causan, tienen una misma raíz. Por un lado, sabemos que la organización capitalista es excluyente a pesar de sus discursos de libertad. Por otro lado, sabemos que el Estado interventor es autoritario e ineficiente. ¿Qué hacer, entonces?
La contracción del Estado no afecta aquello que es considerado como elemento de la seguridad nacional, y no me refiero ni a la salud ni a la educación. El gran capital en lo último que piensa es en generar retribuciones a la sociedad. Y la democracia y el Estado de derecho siguen deteriorándose, y con ellos, la calidad de vida, la humanización de las personas.
El pensamiento crítico abandona la imaginación utópica y se instala en el principio de rendimiento. La educación deja de ser el prerrequisito para la libertad y la autonomía y se convierte en otra escala para la competencia en el mercado laboral. La sociedad en situación de crisis permanente elimina cualquier posibilidad de abolirla. La política se convierte en espectáculo.
Sobreviene la anocracia. ¿Qué hacer? Quizá la reactivación de las democracias en pequeña escala, la conformación de grupos y asociaciones de todo tipo, el trabajo voluntario, el surgimiento de cooperativas que desinstalen los circuitos de los sindicatos caudillistas y clientelares, es decir, la ciudadanización fuera del Estado y lejos de los intereses y principios del mercado del capital.
Recuperando aquello, la vida plena, quizá se puedan generar otras formas de entender la economía donde la capacidad y no el dinero sea el recurso fundamental, otras formas de entender la filosofía donde la reflexión sea el sustento del pensamiento y la técnica, otras formas de entender la ética, donde el equilibrio sea la táctica, y la armonía y la pacificación de la vida el fin mayor. (O)