Ante paupérrimos y críticos resultados obtenidos en múltiples campos luego de 10 años de una falsa revolución, impulsada por un gobierno que en inicio se mostraba progresista, todo aquello expresado en corrupción, concentración y abuso de poder, reforzamiento inusitado del Estado en detrimento del ciudadano, visión unilateral de la realidad, solo cabe llevar adelante una transición exitosa para recomponer el país, sus instituciones, el aparato productivo y las bases mismas de la sociedad.
Como en la Argentina de Kirchner, la Venezuela de Chávez y Maduro, la Nicaragua de Ortega, en Ecuador la década del correato causó daños y heridas profundas; recordemos que dividió y enfrentó a la sociedad y sus organizaciones; abusó como nunca de los bienes públicos –un caso: los taxi-aviones presidenciales-; la propaganda oficial llevó mensajes deformados de la situación, cual destello abrazador cegó a muchos que aún patrocinan lo indefendible; utilizó instituciones públicas como reductos para acérrimos defensores del movimiento político; despilfarró el dinero del pueblo con viveza y exagerada creatividad –ejemplos: Pegaso, el terreno aplanado para la Refinería del Pacífico, los aviones presidenciales-; utilizó la justicia para blindar ilegalidades e ir tras los críticos; manejó la educación y la política exterior como instrumentos puramente políticos, alineados al ideario del Socialismo del Siglo XXI.
Lo cierto es que salir de la fosa a donde nos llevaron puede llevar años, y aún esperamos una revolución auténtica, que remueva cimientos para encaminarnos a la construcción de un Ecuador con instituciones, autoridades comprometidas con el servicio, ciudadanos educados y conscientes de su papel para hacer carne de la democracia. La revolución que anhelamos es aquella que ponga por delante la ética en todos los espacios vitales, mediante la adscripción a valores y principios orientados al adelanto colectivo, en paz y con equidad. (O)