Concluyó la Cumbre de “Río+20”. También el alboroto en la “Ciudad Maravillosa”. En Río de Janeiro, la “economía verde” estuvo en el centro del debate internacional de jefes y jefas de Estado, ambientalistas, periodistas y ciudadanía universal. Habría que preguntarnos si tal “economía verde” no alude, apenas, al color de los dólares.
No nos engañemos: en “Río+20” hubo escasos avances en las cuestiones ambientales. No hubo ninguna contribución del Norte en favor de una “prosperidad sin crecimiento económico” (parafraseando el título del libro de Tim Jackson).
Hubo una visión dominante. La que tienen los grandes países desarrollados, responsables, en gran medida, de la contaminación del mundo —por causa de sus altos consumos de energía y materiales—. Ellos viven un momento en que la crisis que sufren solo podrá ser paliada si la endosan a los países de la periferia, mal llamados en vías de desarrollo.
¿Cómo van a hacerlo? Pues, sencillamente, propiciando la llamada “economía verde”, un eufemismo que coloca, en primer plano, el aumento de la producción, las bondades de la tecnología, pero que encubre los efectos del consumo alto y dispendioso.
Además, la “economía verde” esconde los inmediatos efectos que se darán, en nuestros países, con el comercio internacional: la prohibición de que exportemos productos que no cumplan con los parámetros establecidos por ellos.
Y, luego, para que todo sea perfecto, vendiéndonos la tecnología adecuada a esos parámetros, quizá a manera de deuda. El círculo perverso del endeudamiento expresado en forma de ajustes ambientales. Es decir, que la supuesta “economía verde” es, aparte de un subterfugio, una manera de obligarnos a importar su crisis.
La “economía verde”, vista así, es una trampa. Recordemos que la gran falencia es que los países que firmaron el acuerdo de Río, hace veinte años, en la Cumbre de la Tierra, no cumplieron su promesa de lograr un desarrollo sostenible y de reducir las emisiones de carbono.
El hecho es que la concentración de dióxido de carbono aumenta 2 ppm (partes por millón) al año, y que la biodiversidad va desapareciendo.
Constatamos otra paradoja alucinante: los países ricos son los que más contaminan y los países pobres son los que sufren las mayores debacles ambientales.
Las malas reglas de juego de una civilización, que no ha sido justa ni buena, hacen que nos veamos obligados a asumir un radical cambio epistemológico: debemos pensar la economía dentro del existir humano, y este dentro del existir natural.
En un mundo que, al decir del filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría, se solaza consumiendo sus propios escombros, hemos de invertir toda nuestra matriz de pensamiento para que la propia supervivencia humana sea posible.