Historias de la vida y del ajedrez
Dos poetas malditos y un destino igual
Una noche tormentosa, en una pequeña ciudad francesa, nació un niño que con su llanto intenso acallaba la furia de los truenos. Si hubiese sabido lo que la vida le deparaba, habría llorado mucho más. Cuando aprendió a escribir, una de sus primeras frases, con letra temblorosa, en su cuaderno, fue: “Ante la vida tengo tanto miedo como 36 millones de perritos recién nacidos”. Ese niño atormentado se llamó Arthur Rimbaud.
En la adolescencia pasó en el granero de su casa varios meses, casi sin comer y sin dormir. Abandonaba el lugar solo para buscar droga que se aplicaba en dosis brutales de ajenjo y hachís, y entonces regresaba a escribir sus poemas infernales.
Rimbaud también vivió un infierno por su belleza física. “Rostro de ángel, con un demonio adentro”, decían de él. Después se lanzó a estudiar ocultismo y llegó a creer que él podía ser Dios. Al cumplir los 16 años envió sus versos a un conocido poeta: Paul Verlaine, que tenía 27. Al leerlos, Verlaine quedó enamorado. “Quiero conocerlo, querido. Le envío dinero para que venga a París. Se lo ruego. Puede alojarse en mi casa”.
Verlaine, físicamente, era lo opuesto de Rimbaud: estatura mediana, y una calva prematura que le servía de techo a 2 ojitos achinados que causaban desconfianza y bigotes de morsa. Y al igual que Rimbaud, llevaba su propio demonio. Sobrio, era de una dulzura bobalicona. Pero alcoholizado, con una copa encima, golpeaba sin misericordia a su mujer. En alguna ocasión disparó contra su madre e intentó matar a su pequeño bebé. Lo que no le aclaró Verlaine a Rimbaud, cuando lo invitó a su casa, era que Verlaine vivía con sus suegros, una familia aburguesada. Y allí llegó Rimbaud maloliente, harapiento, con el pelo enmarañado por la mugre, y con tres kilos de piojos. A los pocos días tuvo que salir de aquella casa respetable. Verlaine enloqueció y lo buscó por todas partes. Lo encontró vagando, con hambre, y lo convirtió en su amante. De ahí en adelante la historia fue una suma de evasiones y reencuentros marcados de la más indescriptible violencia y locura sexual. Verlaine, para huir de sus abismos, se dedicaba a escribir poemas a la pureza de la Santísima Virgen María, mientras vivía la relación más escandalosa con su joven endiablado. Alguna vez Rimbaud le apuñaló las manos. Verlaine, que seguía viviendo con su esposa, llegó a casa y quiso a hacerle a ella lo mismo. Al final aquella relación de los dos poetas terminó bien: es decir, se separaron. Pero la pesadilla de sus fantasmas los acompañó hasta que fueron recibidos, cada uno por su lado, por la nada y el silencio.
En ajedrez, también, lo que mal empieza, mal termina.