Historias de la vida y del ajedrez
Dos obreros, un camino
El mundo está lleno de fantasmas. Algunos han recorrido Europa y otros, más tímidos, se contentan con pequeños lugares escondidos en cualquier parte del mapa. Por lo pronto, Ecuador es un pueblo recorrido por historias fantasmagóricas. En distintos lugares he escuchado la misma: en Loja, en Los Ríos, en la tierra de los Tsáchilas. Y es posible que a esta hora alguien la esté contando en Carchi o en cualquier otro rincón de nuestra geografía.
Don Fulano de tal, vecino del pueblo, fue un hombre que al final de su vida tenía una propiedad con graneros y algún ganado. Poco antes de morir decidió que su propiedad tendría que ser dividida en partes absolutamente iguales, entre sus 2 trabajadores. El uno era casado, con 5 hijos. El otro, viudo, sin hijos, vivía en soledad y había decidido no casarse una segunda vez.
La finca se partió a la mitad y cada uno tuvo el mismo número de reses y hubo un granero para cada uno. Los 2 obreros vivían independientes, cada uno a su ritmo, ocupado de sus asuntos personales. Un mes después de la muerte del hombre, en medio de una intensa lluvia, a la una de la mañana, uno de los obreros recorría, en secreto, el sendero que conducía a la propiedad del otro trabajador. De repente, le pareció ver una sombra que se acercaba en dirección contraria, y que cargaba algo sobre sus espaldas. Asustado, esperó un momento, pero la persona que venía también lo había visto. Entonces fue la gran sorpresa:
Era su vecino, el otro trabajador, que traía un gran bulto a su espalda, con parte de la reciente cosecha. “¿Qué haces, en medio de la noche y de la lluvia, cargando ese bulto?”, le preguntó. El otro respondió: “Soy yo el que te pregunto lo mismo. ¿Qué haces con ese bulto a la espalda, a estas horas, en este sendero, a dónde vas?”.
“Hoy coseché estos granos”, le respondió. Y los llevo a tu granero. Eres un hombre solo. Yo tengo esposa e hijos. Cuando yo sea viejo, ellos cuidarán por mí. Por eso te llevo parte de mi cosecha. Porque tú estás solo”.
El otro respondió: “Yo también hago lo mismo. Precisamente porque soy un hombre solo, no necesito tanto. Tú tienes esposa e hijos que mantener. Por eso te llevaba, sin que lo supieras, parte de mi cosecha”. Dicen que en medio de la noche, los 2 hombres se abrazaron en silencio.
Cada uno de los campesinos que, en distintos momentos me contó esta historia, tuvo la voz quebrada y los ojos humedecidos. Y yo también. Para qué lo voy a negar. Y pensé que era una lástima que la vida no se pareciera a nuestras historias. En ajedrez, en cambio, cuando alguien sacrifica, es con otra idea…
Filipiv-Kaikamdzozov, Bulgaria, 1958: