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El Telégrafo
Ramiro Díez

Dos niños tristes. Para nuestra suerte

19 de septiembre de 2013

Alguien decía que el amor mal entendido ha causado más tragedia que todas las guerras juntas.  Hubo dos familias que perdieron a sus hijos cuando apenas eran niños. Y por aquello del amor mal entendido, decidieron que cada uno de los pequeños muertos fuera reemplazado, con el nombre, por el hermanito que nació después. Al pasar los años, el niño menor era llevado al cementerio a llevar flores a una tumba. El terror era total: en la lápida aparecía su propio nombre.

Eso le sucedió a un niño llamado Ludwig. Su hermanito mayor se llamaba igual. Y el mundo solo conoce al segundo: Ludwig Van Beethoven. De niño pasaba muchas noches en los calabozos, porque su padre, borrachín consumado, después de tres copas peleaba con todo el mundo, y el niño lo acompañaba para protegerlo. “!Qué dolorosa pérdida para los impuestos que la ciudad recaudaba por alcohol”, anotó un funcionario en la partida de defunción.  

A su vez, cuando aquel niño se hizo hombre y cumplió su ciclo vital a los 57 años, en el momento de su agonía se desató una violenta tempestad. El gesto final de Beethoven fue incorporarse un poco, golpearse el pecho y lanzar dos o tres puñetazos furiosos al cielo. Se derrumbó, sin respirar más, y su música se hizo inmortal.

El segundo niño que llevaba flores a una tumba con su propio nombre se llamaba Vincent. Hasta los treinta años no supo qué quería ser. “No sé lo que soy. Solo sé que un fuego abrasador me quema por dentro. ¡Ay. Si supiera de qué se trata!”. Eso escribía en su diario. Pensó que su vida era la de predicador, pero fue expulsado por sus fieles porque vestía mal y dormía con ellos, en el suelo de las barracas miserables a donde quería llegar con su ejemplo y su palabra de amor por los humanos. 

Luego fue maestro de escuela, sin sueldo, a cambio de techo y comida que repartía entre los niños para que no desmayaran de hambre en medio de la clase. Renunció cuando el rector le exigió cobrar pensiones a los alumnos.  Después se casó con una prostituta embarazada que sufría una enfermedad contagiosa. “Lo hago porque ella necesita más amor que nadie” dijo, para horror de su familia.

Luego descubrió que era pintor y al ver que su obra era despreciada, escribió a su hermano: “Alguna vez descubrirán que mi pintura vale más que los lienzos y los óleos de los que está hecha”. Murió en la miseria días después de darse un disparo en la mitad del pecho y en medio de un verano azul lleno de trigales.  Gracias a él, a Vincent Van Gogh, existen girasoles y noches estrelladas.

Música y pintura, obra de dos niños atormentados que llevaban flores a su propia tumba. En ajedrez también hay arte. Y dicen que también hay dolores que se agitan en el alma de sus creadores.

Aquí, con arte, Pdevsky mata a Saidy en Varna, 1958.

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