La primera sucedió en Suráfrica. Me la contó Dan Krog, un agricultor, a orillas del río Limpopo, columna vertebral de tierras dedicadas a la agricultura. El hombre poseía 10 hectáreas de maíz que eran toda su riqueza. Pero la competencia la tenía no solo con otros productores, sino con unos seres monumentales que, últimamente, llegaban y arrasaban todo a su paso: los elefantes, comandados por una hembra, al parecer, la más vieja del grupo.
Un día, justo a punto de la cosecha, aquella manada formidable pasó, comió, aplastó, destruyó una parte del sembrado. No hubo solución. Los animales no se amilanaron ni con los disparos al aire. Krog, enloquecido, apuntó con su fusil automático, de alta potencia, contra la cabeza de la hembra que comandaba aquella expedición destructora. Y disparó una, dos, tres veces. Después de tremenda estampida, la hembra muerta quedó tendida y sola en medio del campo de maíz. Krog ordenó a sus trabajadores que la descuartizaran y arrojaran sus restos a un botadero de basura, a 3 kilómetros del lugar. El granjero supuso que todo estaba solucionado. Pero, al otro día, a las cinco de la mañana, pensó que vivía una pesadilla.
En medio de la luz difusa del amanecer, una procesión de elefantes hacía retumbar la tierra con sus pasos pesados y sus lamentos adoloridos. Los animales blandían en sus trompas los huesos de su compañera, como si fueran banderas ensangrentadas. Los depositaron en el lugar donde había caído el día anterior, y se reunieron en círculos, mientras intentaban cubrir los restos, con algo de tierra y ramas de arbustos. Permanecieron en el velatorio, tres días, sin comer ni beber, y luego se marcharon dejando escuchar lo que parecían cantos luctuosos.
La otra historia sucedió en una universidad norteamericana: adiestraron a una rata llamada Pepa para que, al pulsar una palanca, obtuviera alimento. Pepa, muy inteligente, se daba el gran banquete cada vez que quería comer. Después, le mostraron que otro ratón separado de ella por un cristal, sufría una descarga eléctrica cada vez que ella comía. A partir de entonces, la ratita Pepa se negó a comer, para evitar sufrimientos de otro ratón que no conocía. El experimento se repitió: adiestraron a un chimpancé y amplió el rango de animales protegidos, a los que nunca quiso hacer daño: conejos, gallinas, gatos, perros, a otros chimpancés e incluyeron a un humano, actor que simulaba recibir las descargas eléctricas.
En fin: dicen que los animales no sienten. Por lo pronto, hasta los chimpancés y las ratas nos imparten lecciones de ética a nosotros, los autodenominados sapiens-sapiens. Pero nos queda un consuelo: Aunque parezcan muy inteligentes, y sensibles, no son tanto: después de todo no alcanzan a comprender nuestros crímenes.
A diferencia de la vida real, el crimen en ajedrez siempre tiene aprobación.
Aquí, el blanco mata en dos jugadas bestiales: