Hace días recibí un cuestionario que pretendía averiguar las percepciones sobre el trabajo sexual femenino y voluntario. Las respuestas, por lo tanto, no tenían que considerar la trata de personas ni la esclavitud sexual.
El siguiente cuestionamiento llamó mi atención: ¿si el trabajo sexual femenino fuese legal, viviría usted en una zona en cuyas calles ofrezcan sus servicios trabajadoras sexuales o en una zona con locales donde se ofrezcan o se presten servicios sexuales? Me pareció que la pregunta trataba de evidenciar alguna contradicción en quien las respondía.
Si el consultante, por ejemplo, en una pregunta anterior afirmaba que le parecía que el trabajo sexual es una actividad digna de respeto y que debería legalizarse, entonces, ¿necesariamente debía responder que sí viviría en zonas rojas?
Por mi parte no viviría en zonas no residenciales. Me molesta por igual el ruido comercial de la calle Ipiales o la avenida 10 de Agosto, el tráfico inclemente de la Naciones Unidas, en Quito, o los abusos de quienes obstaculizan el tránsito peatonal y vehicular por asistir a misa o a un partido de fútbol.
Tampoco elegiría como residencia un edificio en el que la mayor parte de pisos esté destinada a oficinas, ni un lugar rodeado de bares, discotecas o restaurantes.
El problema es el uso y distribución del suelo. Si se zonifica, todo está claro y sé dónde quiero y no quiero vivir. Las casas de citas son un lugar más en la ciudad, nos guste o no nos guste. Por tanto, la prostitución es una labor que debiera ser tratada con las mismas exigencias y consideraciones que cualquier otra: permisos, pagos de impuestos, controles y protecciones estatales, afiliaciones a la seguridad social, etc.
¿Por qué nos escandalizamos y no hablamos abiertamente del tema? ¿Por qué todas las historias mediáticas sobre el trabajo sexual son escabrosas y dramáticas? (ojo: no se trata de hacer apologías ni de negar los casos de explotación o esclavitud -como en otros trabajos- sino de mostrar realidades).
¿Por qué el tema nos despierta los miedos más profundos? ¿A qué le tememos realmente: a la prostitución, al sexo o al placer? ¿Por qué rechazamos de frente o indirectamente a quienes ejercen trabajos sexuales? ¿Por qué no nos oponemos al comercio de armas con tanta fuerza como al comercio sexual legal?
Me pregunto, además, si al legalizarse la prostitución se frenaría la trata de personas. Deberíamos conversar del tema dejando la moral guardada en el armario de la bisabuela.