Algo que definitivamente marca a las sociedades de nuestro tiempo es la diversidad, una cualidad generada por múltiples causas, entre ellas obviamente están la historia de los pueblos, la globalización, el crecimiento de la movilidad humana por varios motivos no siempre beneficiosos para las personas, la profundización de procesos de integración al crear estas condiciones que permiten a las personas interactuar más allá del Estado de origen, la mayor visibilización a nivel global de pueblos y culturas indígenas, afros, montuvios, entre otras, conglomerados humanos variopintos cohesionados en la lucha por las reivindicaciones de derechos.
Ecuador no está al margen de esta circunstancia. Podría decirse que la diversidad representa al mismo tiempo la riqueza de una nación y la fuente de enconados conflictos proclives a colisionar con creeencias religiosas, dogmas, preferencias, sentires, ideologías, comportamientos relacionados con la ética y la moral.
Lo cierto es que la diversidad no está en el aire, sino en nuestros espacios vitales, concretamente en las personas que, como tales, merecen respeto y, sobre todo, gozar de todos los derechos inherentes a su común naturaleza y condición, en especial, ser tratados como iguales, sin discriminación y, con equidad.
Tal como vienen suscitándose las cosas en muchos países del mundo, incluido el nuestro, el sendero para que la diversidad deje de ser una entelequia se construye persistentemente y a pulso por medio de la lucha de pueblos, organizaciones y colectivos que sueñan en un futuro prometedor. También es cierto que urge mejorar sensiblemente la educación en todo nivel, tarea que convoca seriamente a la familia, a los sectores públicos y privados y a los educadores.
Los jueces de todo nivel también deben jugar un rol inaplazable, quienes mediante sentencias o fallos pueden incidir positivamente para el cumplimiento de los derechos, sin sacrificar la justicia, solo así podremos convivir en diversidad. (O)